La Argentina pudo sentirse gratificada por la visita del presidente Roosevelt, que afrontó la prolongada travesía en un barco de guerra –particularmente penosa para ese heroico paralítico- a fin de participar personalmente en la conferencia panamericana convocada en Buenos Aires.
Ese testimonio del interés del presidente de los Estados Unidos por la consolidación del sistema panamericano se tornaba aún más halagüeño por cuanto su presencia suponía también un implícito reconocimiento del papel rector que la Argentina reivindicaba para sí en el continente, que hacía indispensable ganar su buena voluntad para asegurar el éxito de la empresa.
A la vez, no escapaba a la opinión local que lo que hacía más urgente a los ojos de Roosevelt consolidar el sistema panamericano era la inminencia de un nuevo conflicto planetario, frente al cual se mostraba más dispuesto a reaccionar activamente que los líderes de los regímenes democráticos del Viejo Mundo, acorralados en una rutinaria y cada vez menos eficaz estrategia defensiva.
A fines de 1936 se había hecho ya evidente que el iniciador del New Deal no era el bisoño émulo de Mussolini que en 1934 había creído descubrir Carlos Ibarguren. Por el contrario, en Roosevelt la causa de la democracia había encontrado por fin un dirigente dispuesto a enfrentar tan audazmente como los dictadores en avance en Europa los nuevos desafíos de un mundo que hallaba difícil emerger de la crisis.
Extraído de “La Argentina y la tormenta del mundo: ideas e ideologías entre 1930 y 1945”, Tulio Halperin Donghi (2003).
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