Nací en el 1964. Me crié entre vedas de carne y quemas de cubiertas. Empecé mis estudios en la escuela pública, pero las huelgas y los paros obligaron a mis padres a enviarme a un colegio privado. Con la llegada de la dictadura, la cosa se calmó. A mis nueve años, yo sólo sabía que en mi país y en mi ciudad habían ocurrido muchos disturbios provocados por sediciosos –los tupamaros- que robaban bancos, secuestraban personas y mataban policías, militares y civiles. Al final, perdieron la batalla, se terminaron los disturbios y se estableció una “nueva normalidad”, más pacífica que la anterior.
Pasaron los años y en 1980, desde la clandestinidad, los partidos políticos se empezaron a movilizar con ocasión del plebiscito por la reforma constitucional. Recién ahí empecé a leer, a informarme, a estudiar y a entender qué era lo que había pasado: habíamos vivido en paz, pero sin la libertad de elegir a quienes nos gobernaban. En el acto del Cine Cordón, entendí que la paz y la libertad no siempre van juntas. Más tarde entendí que la libertad y la responsabilidad tampoco van tan juntas como deberían.
Desde muy joven milité en política. Conocí a muchos jóvenes idealistas de distintos partidos: algunos de ellos, lo siguen siendo; otros, cambiaron su jerarquía de valores; y otros, decepcionados, abandonaron la política. ¿Qué pasó? ¿Por qué algunos permanecieron fieles a sus ideales y otros los abandonaron?
Para un político que recién empieza su carrera –y que vive de la política-, lo que marca la diferencia es su actitud ante las pequeñas cosas. Como sucede con los barcos, si al comienzo del viaje no se corrige una pequeña desviación de dos o tres grados, el puerto al que se llega puede ser muy distinto del esperado. Los grandes ideales se van dejando de lado a fuerza de hacer un pequeño favor, de aceptar una pequeña “gratificación”, de hacer una pequeña concesión en un principio fundamental, de decir una pequeña mentira… Como pequeñas gotas de ácido, procederes faltos de ética y rectitud van corroyendo la conducta, hasta que se pierde la conciencia del mal que se hace o del error en que se cae.
A medida que el político avanza en su carrera, se va viendo obligado a hacer importantes aportes a las campañas electorales. Estas campañas son muy costosas y el dinero recaudado luego hay que devolverlo: en efectivo, o en favores. El problema es que los favores no suelen hacerse en beneficio del bien común, sino de personas con nombre y apellido.
Para colmo de males, nunca faltan los “lobbies”. Algunos de ellos ejercen sobre los políticos presiones aterradoras, amenazas de escarnio público, incluida la extorsión si se aprueban o se dejan de aprobar determinadas leyes. Hechos como estos han sido denunciados en un libro publicado hace unos meses. Y permiten ver hasta qué punto es responsabilidad de la sociedad civil la corrupción del sistema representativo de gobierno. ¿Cuántas de las manos que se levantan en el parlamento para aprobar o derogar una determinada ley, representan los intereses legítimos de los auténticos votantes y militantes de un partido, y cuántas –por miedo o coerción- terminan representando a ideologías que están en las antípodas de las de su propio partido?
Finalmente, la prensa y los medios, como formadores de opinión, motivan a los políticos a tomar decisiones en un sentido o en otro. El miedo al “qué dirán”, a veces resulta invencible, y algunos terminan cediendo ante el pánico de ser tratados de fundamentalistas, oscurantistas, intolerantes, discriminadores y/o medievales -como si la Sainte Chapelle fuera obra de una horda de ignorantes-.
En este ambiente, mantener los ideales a lo largo de los años no resulta nada fácil. Quienes lo logran son auténticos héroes. Hay que tener mucho temple, mucha claridad de ideas y principios firmemente arraigados para no ceder ante las mil tentaciones y presiones que aparecen por el camino. Para actuar con responsabilidad, con ética, con noble espíritu de servicio. De ahí la importancia de una vida recta, de una profunda formación filosófica, e incluso de motivaciones trascendentes que fijen los objetivos del político mucho más allá del poder, del dinero o del éxito terreno.
A la pregunta del título, respondemos que sí, que es posible –y sobre todo necesario para el bien del pueblo- hacer buena política, fundada en principios e ideas claras. Pero no es fácil: no es pa´ todos la bota ´e potro…
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