Edgar Hoover fue un fenómeno. Primer director del FBI, permaneció en el cargo durante 48 años, desde su nombramiento después de la Primera Guerra Mundial hasta su muerte en 1972, alcanzando fama y un poder extraordinario. Para el consumo público cuando murió, el presidente Richard Nixon lo elogió como: “Uno de los gigantes… un símbolo nacional de coraje, patriotismo y honestidad e integridad granítica”. Ordenó que las banderas ondearan a media asta y que el cuerpo de Hoover estuviera en estado en el Capitolio. En privado, al oír que había muerto, Nixon solo respondió: “¡Jesucristo! ¡Ese viejo cabrón!”. Meses antes, había insistido sobre la necesidad de persuadir al anciano Hoover a renunciar. “Tenemos en nuestras manos un hombre que derribará el templo con él, incluyéndome a mí”. La mayoría de los presidentes antes que él habían también tenido motivos para temer a Hoover, o estaban preocupados por en qué se había convertido el FBI. Harry S. Truman escribió durante su presidencia: “No queremos a la Gestapo ni a la policía secreta. El FBI tiende en esa dirección. Están incursionando en escándalos de vida sexual y chantaje… Edgar Hoover daría su ojo derecho para tomar el control, y todos los congresistas y senadores le temen”.
Anthony Summers, autor de “Oficial y confidencial: La vida secreta de J. Edgar Hoover”, en artículo de The Guardian (Londres)
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