Resulta difícil encontrar casos de países que hubieran logrado desarrollarse sin una industria nacional fuerte y bancos que los apuntalaran, independientemente del modelo económico elegido. Los países más liberales alcanzaron el desarrollo apoyándose en el principio de la libre competencia, mientras países mas dirigistas prefirieron que fuera el Estado el que determinara qué industrias y empresas debían recibir los recursos de la comunidad. Sin embargo, todos promovieron el desarrollo de una industria nacional vigorosa. De lo que sí no se conocen antecedentes es de un país desarrollado que favoreciera la industria extranjera a expensas de la industria nacional. Salvo, claro está, que se tomen algunos países de Centroamérica como paradigma de desarrollo.
Los alemanes siguieron su característico “modelo renano”, concebido por la brillantez de Friedrich List e implementado con la firmeza de Bismarck.
Este desarrollo alemán de fines del siglo XIX fue marcado por un respeto al libre mercado, acompañado de una fuerte intervención del Estado que debía apoyar la formación y el desarrollo de empresas nacionales, vinculando sectores económicos diferentes y complementarios con un fuerte apoyo de los bancos. La principal preocupación consistía en lograr la sostenibilidad a largo plazo de sus Konzerne.
Evidentemente Uruguay no es Alemania y nunca pretendió serlo. Pero desde fines de la Guerra Grande hasta bien entrado el siglo XX, nuestros gobernantes procuraron establecer una serie de instituciones que permitieran un desarrollo sostenible, reduciendo una dependencia de Inglaterra que había simplemente reemplazado a la española.
Cuando los ferrocarriles británicos se sintieron tan poderosos como para amenazar a Batlle y Ordoñez con parar el tren, el presidente les respondió que “si el tráfico se detenía por mucho tiempo, él podría estar obligado a tomar el control del ferrocarril”. Frente a la amenaza del monopolio, Batlle no tardó mucho tiempo en ordenar la construcción de carreteras paralelas a la vía del tren. Lejos de querer interferir con la actividad económica privada, el Estado procuraba evitar que nuestro país quedara dependiente de monopolios extranjeros que aumentaban los costos de producción o no permitían obtener precios justos para nuestras exportaciones.
Increíblemente, todo este esfuerzo de casi un siglo comenzó a revertirse en los últimos 15 años, por obra de gobiernos que parecían aborrecer a la empresa nacional, al mismo tiempo que adulaban a sus contrapartes extranjeras.
La realidad es que la gestión económica progresista-astorista ha dejado a la industria nacional muy mal parada. Las empresas debieron absorber años de atraso cambiario en sus balances, acumulando deudas que en el mejor de los casos las debilitaron. Esa fragilidad resultante no les permite negociar con proveedores y clientes desde una posición razonable, forzándolas en muchos casos a aceptar condiciones que si bien las deja peor en el mediano plazo, les permite albergar la esperanza de sobrevivir un tiempo más. Todo esto sin tener en cuenta la tiranía de las calificaciones de crédito bancario, que les imponen aumentos en los costos financieros en el peor momento posible.
¿Será que las plantas industriales tienen por destino convertirse en supermercados? ¿Podrán los nuevos desempleados comprar en ellos o no les quedará otra alternativa que emigrar a la periferia de Montevideo para engrosar la maquinaria clientelística capitalina?
El tiempo para evitar esta situación se va agotando, salvo que estemos dispuestos en seguir por la vía trazada por 15 años de gobiernos contrarios al interés nacional.
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