Hay dos temas que se manejan desde hace tiempo en nuestro medio sin mayor precisión y que requieren, por su importancia, una clara delimitación conceptual. Se trata de la “judicialización de la política” y de la “politización de la justicia”, que a veces se tratan como si fueran una misma cosa o se tratara de un mero juego de palabras para expresar un idéntico concepto. Nada más erróneo.
La judicialización de la política
es un procedimiento que ha tenido lugar (no solo en nuestro país) cuando las
circunstancias políticas impiden el funcionamiento regular y normal de los
organismos de contralor, como lo son las comisiones investigadoras
parlamentarias, por ejemplo, y ante este bloqueo, se apela al Poder Judicial,
donde se realizan los planteos o se formalizan las mismas denuncias que se
rechazaron en el órgano legislativo.
Hemos visto en nuestro medio, que en gobiernos anteriores la oposición ha debido concurrir ante los estrados judiciales más de una vez a formular planteos que la regimentada mayoría parlamentaria del Frente Amplio ha impedido tratar en el Parlamento. Y casi siempre con resultados positivos.
La politización de la justicia, en cambio, significa una perversión del sistema institucional democrático, que desnaturaliza la función judicial, que así pierde su fundamental sustento, que es la imparcialidad, por lo que se envilece así su accionar.
De ese modo, se pierde la normalidad constitucional y se atenta contra los principios republicanos, se anula su fundamento y piedra angular: la objetividad y la imparcialidad. Y se materializa cuando la Justicia se comporta como actor político.
Disparidad de criterios
No se trata de que el Poder Judicial simplemente acompañe los procesos políticos de un país, compartiendo principios y valores, lo que es lógico y razonable. Se trata de lo que va mucho más allá, como hemos visto en nuestro medio. Ya sea atenuando conductas de los gobernantes frenteamplistas, con calificaciones benignas y procesamientos sin prisión, tratadas como simples “abusos de funciones” cuando se cometían claros fraudes o inequívocos “tráfico de influencias” en beneficio, es el caso, de un conocido empresario.
La gran disparidad de criterio para juzgar y sancionar las imputaciones por un mismo delito, que se han hecho, ha provocado la sorpresa y el desagrado, como ha ocurrido en el caso del ex Intendente blanco de Colonia, Walter Zimmer, que incriminado por un delito de “abuso de funciones” por una transposición de fondos que -aun siendo irregular- ningún daño aparejó a las arcas estatales, pasó a cumplir la pena en la prisión de Piedra del Indio, durante algunas semanas.
En cambio, otras imputaciones por el mismo delito de “abuso de funciones”, pero que le costaron al patrimonio nacional cientos de millones de dólares, como la quiebra de PLUNA y sus sórdidos manejos y el vaciamiento de Ancap, sólo determinaron procesamientos sin prisión. Lo que hasta criticó el analista Esteban Valenti, quien expresó públicamente que, en cualquier país del mundo estarían presos.
Puede observarse que, a pesar de los innumerables casos de corrupción constatados en los años precedentes, siempre denunciados por la oposición y nunca por el oficialismo frenteamplista, que los apañaba, cuando se decretaron procesamientos, siempre fueron sin prisión.
Un sistema desbordado
Escuchamos la semana pasada la opinión del Dr. Enrique Viana, ex fiscal renunciante (por desavenencias con su ex jerarca Dr. Jorge Díaz) quien en opinión coincidente con la nuestra, afirmaba el fracaso del nuevo CPP, el desconocimiento de los principios angulares del régimen acusatorio, su inconstitucionalidad por las potestades propias del Juez que se le expropian y otorgan a los fiscales, creando con la aprobación de la ley No.19.483 (sobre Fiscalía General de la Nación) una verdadera “agencia gubernamental que dicta, diseña y ejecuta una política pública” y que, en definitiva, resulta dependiente del Poder Ejecutivo.
A lo que se agregan, las exorbitantes potestades del actual Fiscal General, como jerarca máximo, en detrimento de la función y de la independencia técnica de los fiscales, por medio de “Instrucciones Generales” de las que no pueden apartarse.
Esta grave posibilidad, se muestra hoy claramente, con la investigación administrativa, decretada contra la Fiscal de Carmelo, Dra. Natalia Charquero, quien acaba de volver a archivar la denuncia contra del Intendente blanco Carlos Moreira, reiterando la falta de mérito que ya había resuelto la Fiscal de Colonia. La dudosa razón y legitimidad de la acción de Díaz, alienta fundadas suspicacias, sobre las verdaderas razones de la investigación administrativa decretada.
No conforme con eso, medios de comunicación afines al fiscal Díaz, han emprendido investigaciones contra la familia de la fiscal Charquero, a quienes señalan como militantes del Partido Nacional. “Toda mi solidaridad con la fiscal Natalia Charquero (a la que no conozco). Parece que no basta con el enchastre profesional que se le está causando, ahora también le toca a sus padres. Tiempos de caza de brujas…”, escribió en Twitter el diputado colorado Felipe Schipani.
Si fuéramos a caer en esa línea persecutoria, habría que revisar entonces la filiación política de cada fiscal y de sus familiares. Así, a partir de los rumores de la pertenencia juvenil del fiscal Díaz en el Partido Comunista, sería pasible de una medida similar, en función de muchos procesamientos que durante su gestión involucraron casos con ex militantes comunistas, con los que podría sospecharse de tener simpatía o antipatía.
Se ha traspasado el límite discrecional del Fiscal de Corte, que ya es exageradamente amplio, provocando con sus últimas acciones una situación de malestar interno a nivel de varios fiscales y una disminución considerable del apoyo político con el que contó cuando fue designado en el año 2012.
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