No se podría poner en tela de juicio la impronta que José Batlle y Ordoñez le marcó al Uruguay de la primera mitad del siglo XX. La valoración de una personalidad provista de una recia voluntad que muchas veces le permitió superar las grandes adversidades que se opusieron a sus objetivos, está destinada aún hoy a generar grandes controversias. Odios y amores se siguen dando cita entre sus evocadores actuales. Y a su legado histórico -simplificado de manera escolar – lo han ido transformando en un inmenso factor de oposiciones maniqueas.
Algunos pretenden ignorar que los logros de la exitosa gestión modernizadora de nuestro país fuera el resultado de la conjunción de esfuerzos de una brillante generación de inquietos jóvenes, que irrumpen con imaginación y audacia al comenzar el siglo XX, ya sea secundando la labor gubernativa, ya sea desde la vereda de enfrente desde donde también aportaron oportunas ideas para modernizar al Uruguay que despuntaba en lo albores del siglo pasado.
Ya habíamos dejado de ser aquel estado “novo, fraco e pequeno” que le planteaba serias dudas de sobrevivencia al ministro del Imperio de Brasil, Juan Luis Cancao de Sinimbu al comienzo de nuestra aventura como estado independiente. A partir de las dos últimas décadas del siglo XIX, Uruguay se había destacado como un país con perfil propio. Y al llegar al 900, -con una población que superaba el millón de habitantes-, estaba ya consolidado como estado independiente, respetado en la región y el mundo.
Cuando Carlos Manini Ríos nació en París, fue Batlle y Ordóñez quien compartió junto a sus padres los primeros momentos en la vida de quien se convertiría en un de los más destacados periodistas de nuestro medio. Desde muy jóven fue enriqueciendo su conocimiento de los vericuetos del alma de Batlle, en largas charlas que sostenía a menudo con su padre, que a pesar de las discrepancias políticas, siempre destacó el respetuoso trato entre ambos.
En su libro “Anoche me llamó Batlle” nos da la clave de esa especie de enamoramiento que el líder colorado profesaba tozudamente por el resistido proyecto colegialista: “Batlle tiene demasiada personalidad como para poder pensarse a sí mismo en un segundo plano. Es de costumbres sencillas, en todo morigerado, pero no es modesto ni ostenta la humildad falsa que es la otra cara del vanidoso que se tiene por más. Cree en sí mismo, en su obra y en lo que puede hacer por su país. Tiene plena conciencia de su propio peso y ciega fe en su programa político, social y económico. Retirarse a mitad de camino -¿y cuando no es mitad de camino para un gobernante?-, dejando inconclusa la faena, aun en manos del mas seleccionado de sus amigos, no le satisface. Repetir su voluntario exilio europeo como durante la presidencia de Williman, no es una solución pero retirarse a su quinta de Piedras Blancas, mientras el nuevo Señor Presidente gobierna sin él, le atrae mucho menos”.
Las dos facetas de Batlle
Es muy difícil emitir juicio sobre una personalidad tan compleja como la de Batlle y Ordóñez. Muchos de sus panegiristas hacen acopio de frases suyas y lo sacralizan por sus gestos verbales, como si se tratara fundamentalmente de un gran ideólogo, con impronta de Maestro como le solían llamar. A un conductor de hombres, a un componedor de situaciones políticas, hay que juzgarlo fundamentalmente por sus acciones, por su praxis, por sus errores y sus aciertos en el ajedrez de recomponer situaciones y sobre todo por su capacidad en superar los errores sin darse por vencido.
Sin ánimo de menoscabar su imagen, nos atrevemos a afirmar que en Batlle cohabitaban dos personalidades. Por un lado es consecuente con el ADN familiar, con su abuelo Batlle y Carreó, -que refractario al artiguismo-, revistó entre “los fieles” a la Corona Española. Y más que a él, a su padre el Gral. Lorenzo Batlle, que educado militarmente en España, en Montevideo se convirtió en pieza clave del llamado “Grupo Conservador” junto a Melchor Pacheco y Obes, Juan Carlos Gómez, el joven César Díaz (de trágico final), y toda la pléyade de ilustrados ciudadanos que miraban de reojo al “Pardejón” Rivera. Y cabe aclarar que lo de “conservadores” no es por ser reaccionarios en lo social, sino porque se decían conservar mejor que nadie las glorias del “Gobierno de la Defensa”. El que ellos encabezaban, los mismos que obtuvieron que Alejandro Dumas les escribiera (o firmara) el novelón romántico de la “Nueva Troya”. De ahí va a heredar parte de su retórica. A esa constante apelación a la humanidad, a la libertad, a las ideas abstractas, se le suma cierta adición a la metafísica difusa, del filósofo espiritualista alemán Karl Krause, de gran influencia en el Río de la Plata, puesto que Irigoyen – otro carismático conductor de hombres – también acusa su influencia.
Erróneamente, incluso calificados biógrafos de Batlle lo presentan como “positivista”. Arturo Ardao que analiza en profundidad las ideas filosóficas en el Uruguay, afirma: “Recién abandonada su fe católica tradicional, se alista en las filas del racionalismo tradicionalista, de cuño espiritualista …junto a su amigo Vázquez y Vega.”
Pero está el otro Batlle, el caudillo de perfil colorado histórico. Seguramente para muchos de los seguidores de su época, o los que aún lo siguieron invocando, esta denominación resulte mala palabra, pues tiene una connotación que lo vincularía a la “barbarie” sarmientista. Pero es correcta en su sentido etimológico. Caudillo viene del latín y quiere decir cabeza (igual que cabildo). Y Batlle era la cabeza visible de una comunidad de hombres. Y aglutinaba por igual a “leidos” universitarios, como al pueblo sencillo y humilde, en especial los marginados provenientes de la campaña. Con una diferencia con los otros caudillos colorados que lo antecedieron: ellos tenían sus adictos, también incondicionales, predominantemente en el universo rural, de donde emergían sus mesnadas en armas, como Frutos Rivera o Venancio Flores o Pedro Varela, en cambio Batlle se nutría en proporción mayoritaria de los habitantes de la ciudad-puerto, donde se acentuaba el nuevo fenómeno del considerable flujo migratorio.
El politólogo Gerardo Caetano – por momentos con lucidez de historiador- nos dice: “Ninguno de los procesos políticos que marcaron a fuego el Novecientos uruguayo constituyeron un salto en el vacío o una ruptura tajante respecto del pasado”, y más adelante continúa: “Aun los fenómenos más innovadores en este campo recogieron las herencias y las tradiciones de una historia política ya por entonces muy rica y densa en significados …”. Y coincidiendo con nuestro enfoque del Batlle caudillo afirma: “Tampoco se trataba de una fundación sin antecedentes ni acumulaciones previas. Como ya se ha notado, esa matriz de ciudadanía que se consolidó bajo el primer Batllismo abrevaba también en la rica historia del siglo XIX uruguayo. Esa matriz de valores y virtudes cívicas del Uruguay del 900 y del centenario resultaba en verdad heredera de una síntesis compleja entre los impulsos caudillescos y el disciplinamiento doctoral del siglo anterior”.
La displicente forma con que Batlle arremetía contra sus opositores del más alto rango social y académico (caso José Pedro Ramírez), tenía un dejo de la arrogancia de sentirse patricio. Lo que no contrariaba su sesgo de disposición hacia la gente, sino más bien que le acrecentaba su carisma ante el imaginario popular.
Carlos Real de Azúa en su logrado análisis del “Patriciado Uruguayo” nos ofrece esta conclusión: “El Patriciado tuvo todavía arrestos para darle sus jefes a las dos variantes que adoptaron en nuestro siglo los dos partidos tradicionales. Condición de todos los patriciados es producir sus disidentes y tanto José Batlle y Ordóñez como Luis Alberto Herrera tuvieron algo de ello. El primero llevó al poder a las clases medias y abrió vías de desarrollo a la clase obrera de la ciudad. Herrera mucho más apegado que Batlle a su núcleo originario, le dio al nacionalismo la base popular que había perdido, o dejado desorganizar desde el fin de las guerras civiles…”
El inicio del Uruguay moderno
Un simple inventario de los logros realizados durante las primeras dos décadas del siglo XX nos permite apreciar la robustez del desarrollo alcanzado en tan sólo veinte años. Esto sin la necesidad de caer en la soberbia de los panegiristas huecos, fue la obra de un equipo de hombres, que consustanciados con el bien común, mancomunaron su esfuerzo persiguiendo el interés nacional. No podemos dejar de destacar que el líder José Batlle y Ordoñez fue secundado por figuras de talla de estadistas como Pedro Manini Ríos, Domingo Arena, Julio María Sosa, Feliciano Viera, Claudio Williman, Jose Serrato. Y si de las conquistas sociales se trata, no podemos dejar de nombrar a adversarios políticos de la talla de Luis Alberto de Herrera, Carlos Roxlo y Lorenzo Carnelli.
Ampliación y organización de las Usinas Eléctricas del Estado y monopolio de la energía. Proyectos de monopolio del alcohol y de estanco del tabaco. Creación y monopolio del Banco de Seguros. Se cambió la ley fundacional del Banco República, reconociéndosele la propiedad del capital y el designar la totalidad de los miembros del directorio, lo que legitimó una situación de hecho que se había mantenido desde su fundación en 1896 por Idiarte Borda. Ampliación del Puerto de Montevideo y equipamiento del mismo; valorización del puerto de La Paloma; estudios del puerto de La Coronilla; proyecto para la navegación de los ríos interiores; estudios para la presa en el Río Negro; organización del servicio radiotelegráfico y de semáforos, con base en el Cerrito; creación del Fondo de Ferrocarriles.
La contratación del científico fitotecnista alemán Alberto Boerger para conducir los trabajos de mejoramiento en genética vegetal. Creación de los Institutos de Geología y Perforaciones, de Química Industrial, de Pesca; de las estaciones agronómicas, del Vivero de Toledo, de la Defensa agrícola; establecimiento del día del árbol. Impulso de los congresos rurales para el progreso de la industria ganadera; ley de sarna; ley de alambrados; estímulo para la instalación de plantas frigoríficas; crédito rural.
Construcción del hotel de inmigrantes, adelanto de pasajes a los mismos; ley de colonización; ley de tierras fiscales. Instalación de ferias francas en Montevideo, que tanto resultado dieran en tiempos de Latorre; pavimentación de la capital; ensayo de un servicio colectivo de pasajeros, con seis ómnibus; plan regulador, cuyas grandes líneas han hecho al Montevideo de hoy; formación de nuevos parques, con la ampliación del Urbano hasta Punta Carreta, ampliación del Prado, parque de Pando, riberas del Miguelete, Las Piedras. Creación de liceos en cada una de las capitales del país, y de la Sección femenina en Montevideo; fomento de la cultura artística y becas de estudio; Escuela Nacional de Ciegos; especialización para enseñanza de niños retardados; Comisión Nacional de Educación Física; Orquesta Nacional, que fue confiada al maestro Luis Sambuceti. Monumento a Artigas en la Plaza Independencia. Reiteración del proyecto de ley de ocho horas de trabajo para los obreros, ampliada a los dependientes de la industria y el comercio, y con semana de 40 horas.
En otro orden, se suprimieron las corridas de toros por considerarlas “un espectáculo violento” y al clausurar la (la última) Plaza de toros, Real de San Carlos, en Colonia, se autorizó a Nicolás Mihanovich a instalar el primer casino con ruleta en nuestro país, una “diversión civilizada”, como constaba en el decreto habilitante. En toda materia se toma iniciativa, incluso en la modificación de los usos y costumbres.
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