Octavio Paz (1914-1998) refulge en el panorama intelectual latinoamericano con consistencia honda y deslumbrante. Poeta y, como tal, “metáfora del hombre”, según él mismo lo asevera en “El Arco y la Lira”, conquistador del ser en tanto que náufrago de la otra orilla, la del tiempo original, primordial, que nos revela la palabra poética, comparte con Antonio Machado una concepción de lo poético como “palabra en el tiempo”, irrupción incandescente del Tiempo en el tiempo y asimismo como comunión con el otro y los otros.
El mismo Paz, poeta, es “servidor de la palabra”, oficiante del giro poético “que nos dice”, y “a oscuras va y planta signos”.
Pero el brillante poeta que reflexiona sobre la esencia del acto poético, sin develar lo que tiene éste de conjuro y hechizo, su textura de trasmundo, de fulgurante trascendencia, de revelación integral de la condición humana, fue un hombre atento a su tiempo histórico, de irrenunciable compromiso con un aquí y con un ahora no siempre nítidos. Así el compromiso ineludible de lo libertario lo encontró en la Revolución española, junto a la flor y nata de la intelectualidad mundial de la época, “y en el ardiente amanecer del mundo”.
Y esa misma pasión por la libertad signarán las búsquedas kantianas del ensayista, “con claridad racional y pureza del corazón”, como el mismo definiera en uno de sus ensayos.
Es esencial a los estadounidenses una dificultad visceral del relacionamiento que ha signado no pocas de sus torpezas histórico-imperiales.
La trayectoria de Octavio Paz, su irrenunciable compromiso con la lucidez y la tolerancia lo llevaron a desafiar los clichés ideológicos en boga, los santuarios intelectuales, y así el ensayista abordó sin preconceptos, remando contra la corriente, arriesgando el dicterio y el anatema, las proteicas formas de incomprensión, las realidades mundiales y latinoamericanas, ejerciendo la crítica y la autocrítica, supremos instrumentos del quehacer intelectual.
La Democracia Imperial
En Paz ensayista la intuición poética enriquece el abordaje de la realidad y una pequeña muestra de esa lucidez analítica de este esteta del pensamiento, la tenemos en el ensayo que dedicó a los Estados Unidos de Norteamérica, que tituló “La Democracia Imperial”.
Desde el vamos emerge –en la compartible concepción de Octavio Paz- la contradicción entre la condición de democracia (interna) de los Estados Unidos y su condición de Imperio. Es la misma contradicción –conceptúa- que originó la ruina de Atenas.
Pero esta constatación del pensador mejicano es tan solo el gran pórtico para un análisis mucho más profundo del ser estadounidense, de su ubicación en la historia.
Para Octavio Paz una civilización se define por su relación con el tiempo y la historia. La civilización norteamericana se caracteriza como “un pueblo lanzado al futuro”. Toda su prodigiosa carrera histórica puede verse como un incesante galope hacia una tierra prometida: el reino (mejor dicho la República) del futuro. Una tierra que no está hecha de tierra sino de una sustancia evanescente: tiempo. “La avidez de novedades, el incesante culto al futuro, ese proyectarse, hacen de la sociedad norteamericana –en la visión de Paz- un ente en perpetuo movimiento con la capacidad modélica para adaptarse a los vaivenes del cambio histórico”.
Pero Paz anota una falencia en lo norteamericano que nulifica esa capacidad proteica: la ausencia de un proyecto histórico, lo que Castoriadis, citado por Paz, denomina “la facultad de orientarse en la historia”.
Los EEUU, contrastando con otros imperios (Roma, España, Inglaterra) carecen de un proyecto histórico, y de ahí –colige Paz- su tendencia a recurrir al aislacionamiento. Vale decir que la primera potencia imperial del mundo elude al mundo, se sustrae a sus imperativos.
El bien común es, en esa concepción relativizada por la importancia o trascendencia de los fines individuales
Ahondando en el análisis del hecho norteamericano, Paz revela que en su génesis los EEUU se constituyeron como un refugio de disidentes religiosos contra la intolerancia de la metrópoli, Inglaterra, en un intento de escapar de la historia, para lograr la comunicación con la trascendencia. De ahí que la Sociedad y el Estado aparezcan, como nunca en la historia, subordinados a los fines individuales, primordialmente religiosos. El bien común es, en esa concepción relativizada por la importancia o trascendencia de los fines individuales. No existe –define Paz- un proyecto común que trascienda lo individual.
Este aspecto –acotamos- si bien ha librado a los norteamericanos de tentaciones totalitarias internas, ha impedido, como bien observa nuestro autor, el relacionamiento con el otro interno –minorías- y el otro externo –resto del mundo.
Es esencial a los estadounidenses una dificultad visceral del relacionamiento que ha signado no pocas de sus torpezas histórico-imperiales.
El legado protestante: crítica y autocrítica
Pero este sustrato protestante, de libre examen de los textos bíblicos, se extriseca en una capacidad de crítica y autocrítica que constituyen, indudablemente, los puntos más altos del hecho norteamericano, en la medida que explican el prodigioso desarrollo científico y tecnológico, y la revisión de posturas y políticas, sobre todo a nivel interno.
Paz contrasta este rasgo con el autoritarismo hispánico, ostensible para él en México, donde la modernidad se posterga por imperativo de un legado hispánico – precolombino absolutista.
Epicuro, o la sociedad de consumo
La sociedad norteamericana asiste –entiende nuestro autor- a la irrupción de un neohedonismo (filosofía del placer) que se evidencia en el consumismo entronizado en la metrópoli y exportado a las sufridas colonias. Pero observa agudamente que es un hedonismo nihilista (descreído) que tiene mucho de afirmación de la muerte, desmintiendo las enseñanzas de Epicuro, que tenían trascendencia espiritual.
El regreso a los orígenes, antídoto de la decadencia
Octavio Paz apuesta, en la especie, a un regreso a las fuentes de la sociedad norteamericana, un renacer corrigiendo el aislacionismo, la dificultad para relacionarse con los otros (interno y externo), y una nueva capacidad para manejarse en los laberintos de un mundo y una peripecia histórica que tiene como imperio bipolar, hoy y aquí, a una nación ahistórica que realizó –apunta nuestro autor- la utopía del mercader, el asceta y el explorador.
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