El verdadero hombre de Estado está allende lo verdadero y lo falso. No confunde la lógica de los acontecimientos con la lógica de los sistemas. Las verdades—o los errores, que aquí es lo mismo— no significan para él sino corrientes espirituales que computa por sus efectos y cuya fuerza, duración y dirección estima e introduce en sus cálculos, para el destino del poder dirigido por él.
Posee, sin duda, convicciones que le son muy caras; pero las posee como hombre privado. Ningún político de alto rango se ha sentido al actuar vinculado por sus convicciones. “El que obra no tiene conciencia; solo el que contempla tiene conciencia” (Goethe)…
Por eso hace falta comprender el tiempo, para el cual se ha nacido. Quien no vislumbre y comprenda las potencias más íntimas de la época; quien no sienta en sí mismo algo afín a ellas, algo que le empuja por vías indescriptibles en conceptos; quien crea en lo superficial, en la opinión pública, en las palabras sonoras y en los ideales del día, ese no está a la altura de los acontecimientos. Los acontecimientos le tienen a él, no él a los acontecimientos.
¡No mirar hacia atrás ni buscar el criterio en el pasado! ¡Menos aún mirar de lado hacia un sistema! En épocas como la actual o la de los Gracos, hay dos clases de idealismo, ambas fatales: el reaccionario y el democrático. El primero cree en la reversibilidad de la historia; el segundo, en un fin de la historia.
Oswald Spengler, en “La decadencia de Occidente”
TE PUEDE INGERESAR