Hoy, por quinta vez en menos de un año, desperté con sonidos de pico y pala en la vereda frente a mi casa.
Quizás a otras personas no les parezca algo de notoriedad como para escribir un artículo al respecto, pero permítame el lector un breve racconto sobre la odisea de atravesar montañas de escombros para salir a la calle cada mañana.
En lo personal el hecho comenzó con la UTE y el nuevo cableado. Vinieron, rompieron, taparon y se fueron. Hasta ahí, lo normal; si no fuera porque debido a una “chamboneada” (como suelen llamarle estos incidentes) rompieron el caño de entrada del agua corriente de un vecino, que rápidamente se extendió como una laguna hasta mi casa. Sorprendida de tener una fuente propia en la vereda, llamé al día siguiente a la OSE para que vinieran a observar el fenómeno.
A la semana apareció una cuadrilla, liderada por un señor de casco y chaleco naranja, que realizó un análisis digno de ingenieros de la NASA. El diagnóstico estaba claro, había que volver a romper y arreglar los caños que iban hasta lo de mi vecino y yo debía resignarme a no poder tirar la monedita en mi fuente personal. Tardaron unos cuantos días, porque se ve que la obra no era fácil, pero finalmente la fontana se vio reducida y el agua cesó de manar cual manantial. Sin embargo, el problema continuaba, porque la OSE terceriza en otras empresas el asunto de colocar las baldosas y mientras eso no se hiciera, instalaron sendos cartones y chapas a la entrada de mi casa, acompañados de una montaña de escombros entre mi vecino y yo, que se ve que olvidaron retirar.
La promesa era que en pocos días vendría la tercera cuadrilla para arreglar definitivamente el asunto. Pasó todo el verano y luego de innumerables y alternadas llamadas del vecino y mías, utilizando distintos tonos argumentativos y negociación de Harvard mediante, finalmente llegó la famosa cuadrilla de las baldosas grises. Hay que decir a favor de estos procedimientos que a esas alturas el vecino y yo estábamos en mejor estado atlético de tanto practicar salto largo a la salida de nuestras casas, pero felices por haber logrado el objetivo de restablecer la vereda, no nos percatamos que, en un descuido, habían tapado la lectura del medidor y ya no era posible la toma de consumo. Consternados, comprendimos que había que volver a llamar a la OSE para ver cómo se solucionaba el asunto. En realidad, en ese momento el vecino desistió porque le había subido demasiado la presión y había tenido que cambiar de pastillas. Por lo tanto, solo restábamos mi familia y yo, como únicos sobrevivientes a las calamidades de las cuadrillas.
Teléfono en mano y con paciencia de mártir, llamé innumerables veces al ente estatal hasta que mi marido tuvo que ir personalmente porque hubiera sido más sencillo usar la paloma mensajera que obtener una respuesta. Allá a las cansadas, un día glorioso vinieron y limpiaron el cemento que habían volcado sobre el medidor, pero lamentablemente el aparato había quedado bastante hundido y era una odisea levantar la tapa y poder acceder a él. De todas maneras, luego de una astronómica factura que finalmente pude demostrar que no me correspondía pagar, de alguna manera el encargado de los toma consumos, accedía puntualmente a las lecturas. ¡Albricias!
Respiramos aliviados en casa durante unos meses, pensando que la etapa de las cuadrillas y las empresas subcontratadas había culminado, hasta el golpeteo de esta mañana. Al principio, pensé que era un mal sueño. Luego me pellizqué y finalmente me puse a llorar. Mi marido me abrazó y ambos entendimos que estábamos perdidos, una nueva cuadrilla estaba rompiendo nuestra vereda. En salto de cama y con la depresión pintada en el rostro, abrí la puerta de casa y otro señor con cara de entendido, me prodigó una amplia sonrisa.
Yo no sabía si reír, llorar o arrodillarme a sus pies rogando piedad. Con temor y voz cortada, le relaté lo sucedido con sus colegas de las cuadrillas anteriores, los escombros, los saltos con obstáculos, las migrañas y por fin, la alegría de pensar que había sido la última rotura. La respuesta estaba cantada, por supuesto ni él ni ninguno de los allí presentes era “el encargado” y el susodicho llegaría en un par de horas. Lo único que pudieron adelantarme era que la cuadrilla anterior (ya no sé decirles cuál de ellas) había hecho mal las cosas y no había puesto un contrapiso. Ni siquiera estaban bien pegadas algunas baldosas y había riesgo de rompernos la crisma al salir de nuestras casas.
Resignados, esperamos la llegada del señor encargado, como la de un mesías salvador. Por fin sonó el timbre y al abrir la puerta estaba él, con su chaleco amarillo fluorecente y cara de poder solucionarnos la vida. Se ve que mi rostro transmitía mis más profundas angustias, porque el entendido movió la cabeza hacia un lado y hacia el otro como en un velorio y finalmente nos dijo: “Fue una chamboneada de la cuadrilla anterior y …”
Antes de que completara la frase, cerré la puerta en sus narices; por fin había comprendido, que aquellas cuadrillas recreaban el mito griego de
Prometeo, rompiendo una y mil veces la misma vereda, para después volver a arreglarla y así cobrar por ella, en un ciclo sin fin. Éramos presos de una pesadilla y solamente restaba rezar, para que quienes están al mando; no continúen otros cinco años más dirigiendo los entes estatales, las empresas tercerizadas y las cuadrillas de baldosas grises.
Oremos.