La actual ola de globalización avanzó hasta niveles insospechados, pero parece haber llegado a sus límites con el arribo de la pandemia. Los errores de muchos gobiernos en enfrentar el covid-19 revelaron un exceso de confianza en la burocracia internacional y una falta de preparación local. Es probable que sean castigados en las urnas por electorados hartos de narrativas ideológicas y decididos a reafirmar la identidad nacional como factor aglutinante.
Puede que el vocablo globalización haya sido el más utilizado por los medios durante las últimas décadas, incluso provocando cierto hastió en el lector. Pero por algo será. La palabra intenta describir un fenómeno que ha afectado – para mejor o peor – a todos los habitantes del planeta.
La ubicuidad del término se debe sin duda a las muchas caras que el proceso exhibe. Suele sobresalir la económica por su impacto en los niveles de vida y la rapidez de trasmisión de sus efectos. Pero la nivelación cultural vía los “apps” y proveedores de contenidos televisivos, la estandarización política por medio de “tweets” y ONGs y hasta la uniformidad de oferta culinaria en las góndolas resultante de la migración étnica son todas facetas distintas del mismo fenómeno.
Se trata de una segunda gran ola de globalización, turbo cargada por la tecnología informática y las comunicaciones. Muy diferente a la primera ola que –a partir de 1870 e impulsada por la nave a vapor y el telégrafo – proveyó al mundo de infraestructura física y financiera hasta bien entrado el siglo XX.
La intrascendencia de los gobiernos
La uniformidad del mundo actual se debe a las economías de escala en producción, marketing y distribución logradas por las grandes empresas multinacionales. Los mercados se agrandaron, bajando costos, al tiempo que los proveedores se fueron reduciendo en número. El poder económico y financiero global se ha concentrado cada vez más en menos manos mientras que gobiernos de todo signo han ido perdiendo representatividad y relevancia interna al ser capturados por intereses privados.
Las fronteras se fueron desdibujando frente a la gran movilidad de capitales, bienes y personas. La integración de Asia a los mercados internacionales benefició con su voraz demanda a países productores de materias primas con un ciclo de alza de precios. El consumismo global, alentado por productos de industria liviana al alcance de las grandes mayorías, fue la clave de la penetración china de los mercados.
Segmentos demográficos tradicionalmente postergados en el mundo emergente lograron acceso al crédito y a la clase media. Otros sectores tradicionalmente estables en los países avanzados vieron desaparecer sus fuentes de ingreso al desplazarse los puestos de trabajo a países de menor costo laboral, verificando aquello del capital a la vez compatriota y apátrida.
La llegada de la pandemia
Junto a su alto costo en vidas humanas, el covid-19 ha venido a señalar algunas vulnerabilidades de la globalización económica. En primer lugar, la frágil dependencia de la disponibilidad de insumos críticos que caracteriza a las cadenas de valor agregado en los procesos productivos. Basta que en un eslabón se produzca escasez por suspensión de actividades para que el impacto se propague a todas las industrias en las que se utiliza el insumo. Es probable que haya un regreso a la integración vertical en la producción aun cuando implique insumos más costosos.
En segundo lugar, aspectos de la globalización cultural como los viajes, el turismo e incluso los estudios en el extranjero se verán seriamente restringidos por la disponibilidad y el costo de los servicios de transporte internacional, así como por el mayor rigor en los controles sanitarios y migratorios. La era de los pasajes aéreos de bajo costo llegará eventualmente a su fin, salvo que los gobiernos continúen subsidiando a un costo enorme las aerolíneas nacionales.
Un tercer efecto de la pandemia –quizás el único positivo– se refiere a la visible mejora en el medio ambiente tras el corto lapso de la significativa reducción en los procesos industriales y de producción de energía a raíz de los confinamientos y las cuarentenas. Notorias reducciones de la contaminación de aire y agua, junto a impresionantes mejoras de la visibilidad, refuerzan la idea que nuestro planeta ha sido llevado al límite de su tolerancia de las agresiones humanas en cuanto a extracción de recursos y disposición de residuos. Es de esperar que sean tomadas en cuenta las implicancias demográficas e industriales de este aviso de la naturaleza.
El trilema de Rodrik
Dani Rodrik, economista turco y profesor de Harvard, define la hiperglobalización como la total ausencia de barreras al libre movimiento internacional de bienes y factores de producción, señalando que las mayores trabas provienen de los Estados nacionales con sus costos de transacción en fronteras, controles de capital y regulaciones dispares.
Él sostiene que la hiperglobalización es incompatible con un sistema democrático interno y un Estado nacional soberano a la vez. Si el Estado se alinea con la globalización a ultranza, deberá sobreponerse a la voluntad popular para desmantelar toda la estructura de derechos adquiridos por la población (por ejemplo, laborales y ambientales) en una “carrera hacia el fondo” para atraer la inversión extranjera.
Alternativamente existe la poco realista opción de alinear una democracia global con una autoridad supranacional que regulase los mercados mundiales, lo cual implicaría la desaparición de la soberanía nacional y la identidad de los pueblos. Por lo cual Rodrik concluye que la globalización tiene sus límites.
Con globalización acotada, en cambio, hay lugar para la soberanía nacional y la democracia. Abdicar voluntariamente de esa soberanía sometiéndose a presiones externas de tipo económico, ideológico o simplemente de moda pasajera provenientes de movimientos que quieren recrear el mundo a su imagen y semejanza, es retomar la globalización. En países con identidad y costumbres definidas, selectivos en su adopción de innovaciones y cómodos con sus valores perdurables, el progreso llegará por esfuerzos propios y no de intermediarios que traigan inversores.
*Doctorado en Economía en la Universidad de Stanford. Fue director general de CEMLA y director ejecutivo del Banco Mundial.
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