“Una cosa es segura. Tenemos que hacer algo. Tenemos que hacer lo mejor que sabemos en este momento… Si no sale bien, podemos modificarlo a medida que avanzamos”, Franklin D. Roosevelt
Hace tiempo que los uruguayos somos conscientes de que las condiciones más favorables para la economía uruguaya en más de medio siglo fueron mayormente desperdiciadas durante los quince años de gobiernos del Frente Amplio. Esta herencia de aumento del gasto público, déficit y deuda pública dejó al país en una situación de fragilidad y dependencia frente a los acreedores. A esto se agrega el debilitamiento del sector productivo nacional tras años de atraso cambiario, tarifas fuera de la realidad regional, aumentos en los costos de seguridad, aumentos de impuestos, regulaciones arbitrarias y toda una serie de medidas que redundaron en un gran desestímulo a la inversión de las pequeñas y medianas empresas.
Es bien sabido que las pymes son las principales generadoras de empleo, por lo que no debería sorprender el resultado que estas políticas tuvieron sobre el trabajo nacional. En el tema específico del empleo, fueron varias las acciones que distorsionaron progresivamente el mercado de trabajo, al punto que muchos empresarios perdieron la esperanza. Como contrapartida, se incrementó en aproximadamente 50% en el número de empleados públicos, lo que permitió ocultar esta seria enfermedad que se alojó en nuestra economía.
De esta manera, durante un período de condiciones externas favorables se desaprovechó la oportunidad de desarrollar empresas y empleos genuinos, y se privilegió cada vez más a empresas de tipo clientelístico como el Antel Arena o el Museo Gurvitch, donde los mejores empleos quedaban asignados a la claque cercana al poder.
La pandemia solo empeoró esta gravísima situación preexistente, acelerando la necesidad de las empresas de procesar un severo ajuste, el cual ha tenido como consecuencia un aumento en los despidos y los seguros de paro, tornando aún más complicada la situación fiscal. Esto deja al equipo económico en la complicada disyuntiva de apuntar a corregir la situación fiscal, arriesgando profundizar la recesión, o seguir conviviendo con elevados niveles de déficit, comprometiendo el acceso a los mercados de financiamiento.
Es cada vez más claro que el Estado deberá prorrogar los seguros de paro y otros programas de asistencia mientras no se vea una recuperación concreta, ya que sería altamente indeseable para el tejido social y económico de la nación que se cortara esto. En el pasado, la recuperación siempre vino por la región, la cual era a su vez tironeada por el mundo. Pero esta vez la situación es más compleja, ya que todo indica que ni la región ni el mundo se encuentran en condiciones de generar un rápido aumento en la demanda.
Más allá de la guerra comercial entre Estados Unidos y China, y el previsible rechazo de la Unión Europea al acuerdo con el Mercosur, las tendencias de los últimos 10 años muestran una desaceleración en el comercio internacional, fenómeno que la pandemia ha convertido en contracción. La realidad marca que factores de tipo político, social y económico van llevando a las potencias industriales a cerrarse en sus áreas de influencia, a pesar de la retórica favorable al multilateralismo que sus líderes aún repiten en los foros internacionales. Todo esto ocurre mientras protegen sus propias industrias o empleos, a costa de aquellos que todavía no se han dado cuenta que el juego cambió.
Si esta tendencia mundial no se revierte, el país se encontrará frente un dilema similar al enfrentado por Luis Batlle Berres luego de la guerra de Corea. Si esa fuera la situación, no bastará con que Uruguay mantenga –y aún fortalezca- su buena imagen internacional, ofreciendo las habituales señales de madurez política y sensatez económica. En ese mundo no existen premios, y la solución a nuestros problemas debemos encontrarla entre nosotros.
¿Qué podemos hacer entonces? Lo urgente es resolver el tema del desempleo, que tiene varias aristas. Por un lado se encuentran aquellos que perdieron su empleo, y sea por el cierre de empresas o por el cambio tecnológico, encontrarán serias dificultades en recuperarlo, convirtiéndolo en un desempleo de naturaleza más estructural. Por otro lado se encuentran los jóvenes que todos los años se incorporan al mercado de trabajo y que en este momento no encontrarán suficientes puestos para absorberlos.
Si hubiéramos aprovechado los años de expansión para alivianar el peso del Estado, hoy el gobierno tendría margen para aumentar las contrataciones, aplicando una política fiscal contracíclica de tipo keynesiano. Pero el dúo Astori-Bergara no dejó margen posible, y el “espacio fiscal” se fue en dislates de todo tipo, más propios de la Roma de Alarico que de la institucionalidad de la que nos enorgullecíamos.
¿Cómo producir empleo sin agravar la situación fiscal? La ortodoxia neoliberal y su teoría del “derrame” indica que si se crean las condiciones e incentivos adecuados, el mercado resolverá el problema. De algún modo urgirán oportunidades de venta de productos y servicios, eso a su vez dará lugar a la formación de empresas nuevas –o la expansión de las existentes – y con ello aumentará la demanda de trabajo. El problema radica en que en el contexto mundial actual, esto puede insumir años.
¿Existen otras alternativas? Claramente sí, solo que no surgirán de los textos de economía. Por el contrario, es necesario desempolvar los libros de historia de la década del ´30, la última vez que el mundo se enfrentó a una situación parecida. El mismo Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal de EE.UU. durante la crisis del 2008, era un experto en la Gran Depresión, formación que le permitió reconocer rápidamente la naturaleza del problema y actuar inmediatamente. No le faltaban pergaminos académicos, pero al momento de la acción, Bernanke recurrió a soluciones probadas durante el New Deal de Franklin D. Roosevelt. A riesgo de equivocarse, el presidente de la Fed se aferró a la enseñanza del presidente de los Estados Unidos durante la Gran Depresión, quien advertía que “lo peor es la inacción”.
Lo que no podemos permitirnos es que los jóvenes que salen todos los días al mercado de trabajo se encuentren sin alternativas tangibles. No podemos esperar a que las condiciones de mercado mejoren y que por arte de magia las empresas empiecen a contratar. Tampoco podemos permitir que la primera experiencia de trabajo de los jóvenes sea la informalidad y la calle. Eso no sería digno del país que construimos con tanto esfuerzo. Existen muchos proyectos que necesitamos llevar adelante y que requieren de trabajadores. También contamos con excelentes instituciones educativas como la UTU, con capacidad y experiencia en formar y liderar equipos de trabajo con estudiantes hábiles para trabajos manuales y técnicos. El Estado cuenta además con el Mides, un instrumento apropiado para identificar y asistir a jóvenes en todo el territorio en busca de trabajo.
Entrenados y supervisados adecuadamente, estos jóvenes podrían producir en tierras del Instituto de Colonización, expandiendo la oferta de alimentos en el país, reduciendo las necesidades de importar, y asegurando que a nadie le falte alimento. Así, de a poco podríamos ir transformando el asistencialismo en virtud, dignificando el trabajo de los uruguayos. Dignidad y virtud, dos valores que no entran en las ecuaciones de ningún modelo económico, y que tampoco pueden ser compradas en ningún mercado.
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