A seis meses que un nuevo gobierno asume la administración de un país agobiado de problemas, los grupos políticos responsables del manejo de la cosa pública durante los últimos quince años, han arremetido con destemplada saña contra uno de los socios de la coalición. Si no se vota el desafuero “hay un jaque al sistema” amenaza el presidente del FA, y los sectores que no se plieguen al imperativo político “son mercenarios”.
Cabe preguntarse si esta tormenta que por momentos está adquiriendo ribetes de tsunami, pretende ser solo una cortina de humo para que no se investiguen irregularidades administrativas.
O si es una coacción para que se acepte el ofrecimiento de gobernabilidad (en boca de Mario Bergara o Di Candia) y así desde dentro, ir armando lo que ellos imaginan debería ser un gobierno de transición.
El tema es mucho más serio y roza el último reducto de nuestra convivencia democrática.
La Constitución, ha dicho Karl Loewestein, es “la radiografía de las relaciones de poder” del Estado y ha gozado siempre, a la luz de un verdadero sentimiento o conciencia constitucionalista, por su carácter de norma fundamental, primaria o superior, un respeto casi religioso o sobrenatural.
En ese relacionamiento entre los tres poderes de las democracias modernas y la separación de sus funciones, que hizo clásica la obra de Montesquieu, está asignado al Poder Judicial el monopolio de la función jurisdiccional.
Como sabemos, esta función jurisdiccional consiste en la protección del orden jurídico, mediante la realización material del derecho o sea su aplicación.
Sin embargo, ese monopolio tiene algunas excepciones, que confirman la regla, porque han sido autorizadas y reconocidas en la misma Constitución.
Así ocurre con las funciones jurisdiccionales otorgadas al Poder Legislativo en nuestro sistema constitucional.
Se podrá preguntar si se trata realmente de funciones jurisdiccionales, y responderemos invariablemente que sí, porque tienen su verdadera naturaleza, o sea: se le asigna la potestad para resolver un tema controvertido, con carácter de instancia y efectos resolutivos.
Veamos.
a) En primer lugar, el juicio político regulado en el art.93 para los casos de vi laración de que hay lugar a la formación de causa, se prosigue según lo acordado por los Arts. 102 y 103, al solo efecto de la separación del cargo y sometimiento a juicio, conforme a la ley.
b) En segundo lugar, también tiene atribuciones jurisdiccionales cada Cámara, según el art.115 para corregir, suspender y hasta remover a cualquiera de sus integrantes por incapacidad o por actos de conducta que le hicieren indigno de su cargo;
c) Finalmente, el texto constitucional en su art. 114 trata el tema del desafuero (excluido el juicio político) en el que cada cámara tiene jurisdicción para resolver ante cualquier acusación sobre alguno de sus integrantes, si hay o no lugar para la formación de causa y, en su caso, suspenderlo en sus funciones.
En esta última hipótesis se encuentra el caso del General Manini Ríos, quien, de cualquier modo, se levanten o no sus fueros, estará siempre ante un órgano – en este caso el Senado de la República – que actuará cumpliendo una función jurisdiccional. O sea que será sometido a juicio, y si la decisión determina que no hay lugar a la formación de causa, su fundamento jurídico será porque el senador Manini Ríos, juzgado por sus pares actuó conforme a derecho.
Dejemos de lado la innegable persecución política, inequívocamente dirigida a lograr su desprestigio, por un Fiscal que deja sin acusar a los verdaderos responsables de la omisión: el ex Secretario Toma y el ex Presidente Vázquez; olvidemos la sospechosa desaparición de la carta del Ministro Menéndez (hoy fallecido) dirigida al entonces Presidente en la que le refiere los hechos a ser denunciados y veremos así, como queda muy en claro, la comisión de mismo delito de la “Omisión de denunciar” – que ahora injustificadamente se quiere imputar al General Manini – que fuera perpetrado cuando las declaraciones del ex militar Gilberto Vázquez, en el año 2006. Y eso sí que ni tiene justificación ni explicación admisible.
Finalmente, el argumento jurídico de valor insoslayable, que se empina por encima de cualquier consideración personal o de la afectación de valores individuales, por más importantes y respetables que el involucrado considere, es el de la titularidad de los fueros.
Pues nadie puede renunciar de lo que carece y, en el caso, no es el senador Manini sino el Senado como cuerpo el titular institucional de esa protección, en salvaguarda de aviesas intenciones como la que hoy enfrenta.
Las disposiciones constitucionales que refieren a la actividad legislativa imponen prohibiciones e incompatibilidades, por un lado, y conceden inmunidades por otro, conformando el llamado “Estatuto del legislador”.
Enseñaba Justino Jiménez de Aréchaga en su obra “El Poder Legislativo” de 1886, que desde el Siglo XVII en Inglaterra, se planteaba el problema de la presión de los monarcas sobre sus Asambleas, cuando no acataban sus pretensiones ilegítimas o injustos propósitos.
Del mismo modo en la Francia jacobina, bajo el Terror en la Constitución de 1793, se castigaba a los integrantes de la Asamblea, con acusaciones que muchas veces los llevaron hasta el patíbulo y la guillotina.
Igualmente ocurrió en la Prusia de Bismark donde por los años 1866 eran comunes los apremios para satisfacer deseos o caprichos inapropiados.
Todo ello llevó a la necesidad de proteger la independencia, libertad e integridad de los miembros de las asambleas representativas ante los atropellos o arbitrariedades, cualquiera fuere su procedencia. Se generó así una corriente dogmática de amparo que sancionaron todas democracias o monarquías representativas.
Siendo ésa la génesis del instituto, es decir su “ratio legis” resulta claro que los fueros o inmunidades no son un beneficio del legislador, sino una garantía del sistema. Y en este caso, su titular es el Senado.
Es éste, por otra parte, el criterio dominante, desde siempre, en nuestra mejor doctrina.
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