“El coraje que deseamos y premiamos no es el que tenemos para morir sino para vivir decentemente y con coraje”.
Thomas Carlyle
“¿Cómo se puede considerar a un senador que representa al pueblo, si cuando habla no lo hace en el idioma de este, sino en el suyo propio?”, se preguntaba John F. Kennedy en su libro publicado en 1955, pocos años antes de ser electo presidente de Estados Unidos. “… Deja de ser su representante cuando hace eso, y solo se representa a sí mismo… Si he de ser adecuadamente sensible a la voluntad de mis electores es mi deber anteponer sus principios, no los míos, por sobre todo lo demás…”.
El libro de Kennedy, Perfiles de Coraje, constituye una fuerte crítica al esclerosamiento de la actividad política que tantas veces deriva en una grave complacencia corporativa.
La descripción de actos de valor e integridad, realizados por ocho senadores estadounidenses, es un vigoroso testimonio histórico que reivindica la dignidad de jerarcas del Estado que optaron por acatar la voz de su conciencia para ser leales con el mandato popular -y la Constitución- sin medir el costo social y político que su postura independiente les iba a acarrear.
El senador Guido Manini decidió escuchar el clamor de su militancia y someterse a lo que el Senado de la República en su función jurisdiccional, sobre un tema que no le pertenece a él sino al cuerpo, como son los fueros, figura que nos llega de la más profunda tradición hispano-criolla.
Lo hizo a conciencia plena sin ignorar la estridencia de ese otro “clamor” que iba a provocar en un sector político que aún no se ha resignado a tener que abandonar un poder que los cobijó por 15 años. A los que ejercieron funciones de gobierno y como a cierta prensa -empresarios y periodistas- que compartieron ese generoso calorcito de un mundo que es ancho y ajeno.
Y lo hizo escuchando a su gente, que en definitiva era la única voz con la que tenía compromiso.
Vamos a evocar el caso de Edmund G. Ross, uno de los ocho casos de senadores con que el joven John F. Kennedy, en ese alegato destinado a elevar la mira de los poderes públicos, nos narra como el representante republicano por Kansas, conocido por emitir el voto decisivo que absolvió al presidente de Estados Unidos durante su juicio de destitución en 1868 (el primer intento de impeachment). Su actitud de desafío a las más terribles amenazas tuvo ribetes de heroísmo.
¿Quién era el presidente Andrew Johnson? Era un dirigente demócrata -de origen muy modesto de Carolina del Sur- que se opuso a la separación. Abraham Lincoln le ofreció la vicepresidencia cuando se postuló a la reelección, ya casi finalizada la Guerra de Secesión, con espíritu de buscar condiciones de paz con los estados del Sur.
Esta sangrienta contienda civil (significó 750.000 muertos) guardaba cierta similitud con la guerra de aniquilamiento al Paraguay. El Gral. W. Sherman, jefe de la arremetida final, actuó en forma inmisericorde con los Confederados ya prácticamente derrotados y sobre todo con la población civil. Su estrategia fue de “tierra arrasada”. Quemar las cosechas, matar los ganados, secuestrar mujeres. El incendio de la presumida ciudad de Atlanta, capital de Georgia, después de que sus defensores se rindieran es toda una definición. Y justamente esta era la posición de los republicanos radicales que no aceptaban como presidente a Johnson que asumió luego del misterioso asesinato de Lincoln.
¿Por qué Ross, que sentía aversión por Johnson, votó “inocente”?
“…Si el presidente debe renunciar… un hombre caído en desgracia y un paria político… valiéndose de pruebas insuficientes y consideraciones partidistas el cargo de presidente sería degradado…”, confiesa Ross.
“La tumba abierta que había previsto Ross para sí mismo, era apenas una exageración…”, comenta JFK.
Y otro de los seis senadores restantes J. W. Grimes, que se opuso a la destitución comenta: “Siempre agradeceré a Dios que en esa difícil hora del juicio, cuando muchos confesaron que habían sacrificado su opinión y su conciencia a los mandatos de los periódicos y al odio partidista, tuve el coraje de ser fiel a mi juramento y a mi conciencia…”.
En esa exaltación al coraje, John F. Kennedy está deslizando una premonición de su trágico destino y el de su familia.
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