«Recibo con el mayor desagrado el telegrama en que me comunica el hecho bárbaro del estupro de una niña de siete años. Sírvase V.S. remitirme al infame perpetrador de ese repugnante delito».
Latorre,
3 de julio de 1879
Por Ley 3328 de 1907, se prohibió la aplicación de la pena de muerte en el Uruguay, lo que fue incorporado a la carta constitucional de 1917. Jurídicamente es un tema laudado. No obstante, basta darse una vuelta por la redes sociales y compulsar opiniones cuando se producen hechos criminales que sacuden la sensibilidad pública, para dudar del arraigo real de esa benignidad en la conciencia ciudadana.
Así como la discusión que abolió la ley de duelos fue un calco de la de 1920, seguramente en la hipótesis -que solo puede plantearse como ejercicio intelectual- de una revisión del tema, enfrentaría los mismos argumentos.
Básicamente hay dos tipos de argumentos: uno filosófico y otro práctico, que sería el error judicial. Descartamos los argumentos económicos, como el costo de mantenimiento de individuos que deben ser recluidos. Sin duda es más económico eliminarlos, «vaporizarlos» diría Orwell. Por supuesto que siempre pueden ser utilizados como mano de obra para determinadas tareas, desde fabricar adoquines al modo de Latorre, o al de los campos de concentración del signo que se quiera, que existieron y siguen existiendo. Entonces, habrá que calcular costo y beneficio y determinar en cada caso.
Si en cambio, consideramos hamletianamente «qué es más elevado para el espíritu», ingresamos en otro terreno, que contrariamente a lo que parece es mucho más complicado.
El inocente
El gran argumento contra la pena máxima es el error judicial. La condena del inocente a prisión es terrible y muchas veces irremediable. La pena de muerte siempre lo es. De nada vale decir, «perdón nos equivocamos» cuando está en juego nada menos que el primero de los derechos humanos que es la vida. Sin asegurarlo, nadie puede gozar de los demás derechos: honor, libertad, seguridad, trabajo y propiedad, en la enumeración del artículo 7° de nuestra Constitución.
Figari, que entendía bastante del tema y tenía experiencia en errores judiciales fue el gran impulsor de la abolición. Figari recoge en sus alegatos la autorizada opinión del capellán de la Penitenciaría. El P. Dr. Lorenzo Pons denunciaba que los fusilamientos se convertían en verdaderas fiestas populares. «Páez y González, los últimos fusilados, murieron entre ovaciones estruendosas». Por cierto no se estaba aplaudiendo al criminal ni reivindicando el crimen, solo se reconocía la entereza con que el condenado recibía los disparos fatales. Sobre todo se vivó a González que pidió «que no le vendaran los ojos para ver la descarga, abriéndose el chaleco con soberbia, para mostrar mejor el pecho». Y agrega que «en más de uno, no ha sido posible notar siquiera, en el instante supremo, una ligera alteración de pulso».
El caso Chanes
En enero de 1900, la revista argentina Criminología Moderna, recoge un informe de los doctores Enrique Castro y Alfredo Giribaldi. Castro era médico interno del Manicomio, y Giribaldi, director de la Oficina de Identificación. El dictamen había sido solicitado por las autoridades para que se expidieran en el caso de Antonio Chanes que estaba siendo juzgado por un acto criminal. Su abogado defensor había alegado el manido argumento de locura con el que suele intentarse explicar algo que resulta inexplicable. Aunque en literatura resulte un deus ex machina cargar un acto a insanía, en derecho exculpa al criminal y hace inaplicable la pena. ¿Cómo se puede castigar a alguien que no es consciente de sus actos? ¿No dijo acaso el propio Jesucristo: «no saben lo que hacen»?
De este modo, se transfiere a la ciencia o a la opinión de los científicos mejor, la resolución de un problema jurídico. El fallo judicial estará vinculado al informe profesional.
Sabedores de su responsabilidad, los médicos actuantes extreman los recursos para expedirse con la mayor aproximación a la certeza. Los médicos informan que Chanes «nunca ha oído hacer en su casa alusión a que hubiera estado atacado de ninguna enfermedad grave. […] No ha padecido de afecciones venéreas o sifilíticas». A su difunto padre lo define como un hombre «siempre sano y entregado a su trabajo; no era bebedor». Es cierto que tenía un carácter irritable y con él «sostenía frecuentes reyertas a consecuencia de sus bailes y parrandas a los que era aficionado». Sobre su madre, dice que «era mujer muy sana y trabajadora; de excelente carácter, sin vicios».
En cuanto a su forma de expresarse «es correcta la relación entre la palabra y la idea». ¿Alucinaciones? «Nunca ha padecido de ilusiones sensoriales ni de alucinaciones, ni aun en los tiempos de sus excesos alcohólicos, ni en la noche que siguió a su delito -primera que durmió en la Cárcel-, ni en las subsiguientes». Cuando se le habla, «escucha, lo que comprueba también la integridad en él del acto reflexivo». Su rostro «no presenta ni la vivacidad de los maníacos, ni la contractura de los melancólicos, ni la atonía de los idiotas. Es cierto que le gusta tomar pero «aunque bebedor no es alcoholista en la acepción médica del término». En suma, los médicos afirman rotundamente que Chanes «no es un degenerado». En cuanto a «la locura […] que se ha señalado por la defensa, la rechazamos en absoluto».
Entonces: ¿por qué el 12 de julio de 1899, Chanes mató a su madre de cuatro puñaladas mientras ella dormía?
Nunca lo sabremos. La única posibilidad es que lo haya confesado al sacerdote antes de la ejecución. Aunque esto parece improbable. Condenado a muerte, será fusilado en el patio de la Penitenciaría. Los testigos resaltan la total indiferencia del penado al entrar al sitio de su ejecución. Se sentó en el banquillo sin que lo obligaran y esperó la descarga del pelotón, que fue seguida por el tiro de gracia que un efectivo le aplicó en la cabeza.
Horrible delito matar a la madre. La misma que este criminal define como sana, trabajadora, de carácter excelente y sin vicios: inocente de toda culpa.
El aborto, donde también muere el inocente, ¿no es acaso otra forma del matricidio?
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