La cultura del descarte –nacida del desamor- es marginadora, arrincona los “desechos humanos”, lo inútil, lo que ya no sirve y estorba. Este es el origen de algunos barrios de nuestras ciudades, de grupos de personas excluidas del conjunto, de muchos rostros de pobres, carentes del pan de cada día, hambrientos de paz y de alegría y sedientos del sentido de la vida.
Durante estos tiempos de pandemia se nos ha anunciado que, dentro de muy poco, hemos de vivir una nueva normalidad para superar el virus que nos castiga. Por lo visto, hemos caído en la cuenta de que la vieja normalidad ya no es normal. Y ahí andamos, a la espera de que todo pase.
Mientras tanto, se me ha ocurrido pensar –o, soñar, si lo prefieren- que valdría la pena proponer a nuestras gentes una nueva normalidad posible en su manera de pensar, de vivir y de convivir, a fin de ser más humanos y más plenamente felices. Porque me da la impresión de que, a menudo consideramos normal lo que es –en verdad- anormal. Y, por eso, no logramos ser felices.
Algunas anormalidades que damos por normales
El diccionario de la lengua española enseña que “normal” es: “dicho de una cosa: que se haya en su estado natural; y, por ello, añado yo, sirve de norma o regla”. Podríamos pensar que lo normal es lo correcto, lo que se ajusta a la verdad o a lo convenido por todos. Es normal que vuelen las aves, que los niños lloren, que las mamás protejan a su prole, que respetemos las señales de tráfico.
Pero hay entre nosotros ciertas conductas que tenemos por normales pero que –en verdad- no lo son. Entre otras, son, aquellas conductas inspiradas en la afirmación de Thomas Hobbes: “homo homini lupus”, el hombre es el lobo del hombre. No es normal que el hombre sea el lobo del hombre. No es normal que el hombre persiga enfurecido, acorrale y muerda al hombre; lo desangre, lo mate y lo coma y se alimente de él. Yo creo más en la convicción más sabia y amable del cordobés Séneca [65 d. C] que afirmaba: “el hombre es algo sagrado para el hombre”.
La pandemia del desamor
En estos tiempos de pandemia no sólo padecemos los ataques del Covid-19 mientras imaginamos la nueva normalidad, sino que además sufrimos los embates del virus del desamor. Martin Luther King lo reconocía hace años con nostalgia y tristeza cuando gritaba: “Hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces, pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir como hermanos”. Esta es la epidemia a la que me refiero.
Hoy son muchos las mujeres y varones que se sienten mal-tratados porque no son reconocidos como sujetos sino que, violentamente, se los ha reducido a objetos útiles, que cuando dejan de ser útiles, se les descarta. Así se expresa el Papa Francisco: “Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado el inicio la cultura del ‘descarte´ que, además se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la explotación que da afectada en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son ´explotados` sino desechos, ´sobrantes´” [La alegría del Evangelio 53].
La pandemia del desamor provoca en el mundo mucho dolor. Angustia y muerte en las guerras; incomunicación y soledad a causa de las rupturas y desencuentros; rencores y odios que aprietan el corazón y amargan la vida; la angustia y desesperación de los emigrantes que fracasan en sus sueños de vida; los miles y miles de hombres y mujeres sin trabajo que viven bajo la maldición de la marginación.
Hombres y mujeres compasivos
Hemos de reaccionar ante estas situaciones inhumanas. El Papa Francisco nos pide que no caigamos en la indiferencia: “Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos perecen un mero espectáculo que de ninguna manera nos altera” [La alegría del Evangelio 53].
Para superar la pandemia del desamor propongo –inspirándome en Martin Luther King- una nueva normalidad: Aprender el sencillo arte de vivir como hermanos siendo hombres y mujeres compasivos. Precisamos de una raza de hombres y mujeres nuevos y amables que nos enseñen a amar.
Cuando hablo indistintamente de la compasión o de la misericordia, – sentimientos semejantes del alma – me refiero a un sentimiento que no es superficial, que brote a flor de piel. La compasión no es un simple lamento transitorio, afectuoso, sin mayor huella que la de un sentimiento efímero de lástima, pena o pesar por el mal ajeno. La misericordia/compasión es mucho más que la lástima.
La misericordia/compasión es, un padecimiento personal de honda tristeza, de aflicción, de pesadumbre y dolor por la miseria y sufrimientos ajenos, porque los consideramos como propios. La compasión no es una discreta simulación de pesar, sino un sufrimiento personal a causa del amor. La misericordia sólo brota de un fuerte y responsable amor a los demás; surge de vivir en comunión con los demás, porque se les ama fuertemente. Por eso, las mujeres y hombres compasivos se inclinan entrañablemente hacia el otro, hacia el herido y necesitado.
Acaso, ¿es posible esta “nueva normalidad”?
Sí, creo que es posible; pero, también, es muy difícil. Al menos, eso parece. Entre nosotros quedan todavía muchos paisajes de desamor. ¿Qué nos ha pasado? ¿Qué nos está pasando? Estoy convencido de que hemos envilecido el amor, despojándolo de su gratuidad y compromiso, lo hemos abaratado tanto que ha perdido valor. Hemos debilitado la fuerza generosa de su fecundidad.
Para llegar a ser mujeres y hombres compasivos precisamos de un largo aprendizaje: para saber mirar. Una sociedad con ojos enfermos nunca puede ser compasiva porque sigue siendo verdad que “ojos que no ven, corazón que no siente”. Esta ceguera hace insolidaria a nuestra sociedad, más allá de los golpes de lástima pasajeros que ella siente ante acontecimientos terribles. Educar el corazón en el amor para sentirse conmovido por el dolor ajeno. Finalmente, aprender la generosidad de tener gestos solidarios con los necesitados.
Creo verdaderamente que podríamos crear esta “nueva normalidad”, pero con mucho esfuerzo. F. Nietzsche [1844-1900] vio de lejos nuestros tiempos y avisó: “se alzan ahí, es cierto, enormes fuerzas; pero son fuerzas salvajes, primitivas, carentes en absoluto de toda misericordia”. Por eso he insistido en educar la mirada, el corazón, la voluntad generosa. La fuerza bruta no sirve para crear una “nueva normalidad” en la que todos seamos más felices.
(*) Fraile dominico.
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