La “Autanasia”, era la hija predilecta de doña Ulogia, más allá del leve detalle de que era hija única, nacida de un desliz juvenil con el Saturnino, hombre conocido en el pueblo por su afán descontrolado a los billares, roba montón y truco.
Saturnino pasaba las horas en el club del “Remigio”, una suerte de “Piringundín” donde desarrolló profunda amistad con los filósofos de mostrador, intelectuales de café, titulados en la Universidad de la calle donde se opinaba de todo y de todos, sin que nadie en realidad supiese algo.
La “Autanasia”, era un calco de su padre en muchos aspectos, flaca, canosa, de dientes prominentes y nariz extendida, heredó el gusto por la charla y la intromisión en la vida de los demás, se puede decir que a los dieciocho años ya tenía una “licenciatura en chusmeríos”, aunque el padre, a su edad, poseía un doctorado en endeudamiento y excusas.
Nadie se salvaba de su aguda mirada y filosa lengua, un día fue su víctima el cura del pueblo, al que acusó de tener influencia en las altas esferas y que decidía en forma dictatorial quien pasaba la canasta del diezmo los domingos en la iglesia y que el resultado de lo recaudado se lo gastaba en caballos lentos y mujeres rápidas. Toda una sacrílega a la que le prohibieron la entrada al culto y le practicaron -dijeran las damas de la iglesia- “el boicot” y el aislamiento social.
Una tarde de lluvia, donde el aroma a torta frita inundaba el paisaje pueblerino, la rechazada Autanacia pensó que era hora de ir a confrontar ideas a la universidad del pueblo, o sea, el club de Remigio.
Cuando ingresó al citado antro, donde dominaba el paisaje un enorme billar y unas mesas abolladas redondas, era allí donde los parroquianos desarrollaban sus charlas, que iban de fútbol a literatura, pasando por mecánica de autos a política internacional.
Justo en la mesa que acostumbraba ocupar Saturnino, había lugar, se contaba que el susodicho se había autoexiliado por deudas contraídas de juego, pero la atribulada Autanacia defendió a su progenitor con gran vehemencia y dientes afuera, diciendo que era un perseguido político del comisario que lo había declarado “subversivo” y si el padre tenía esa condición, ella también lo poseía, porque la causa de su progenitor no admitía la menor demora y su causa era la causa de los pueblos, todo esto dicho subida a una de las sillas como oradora de barricadas.
Cualquier palabra suelta en ese ambiente enlazaba un tema con otro y cuando sonó ¡subversiva!, “El Frutilla” que era una suerte de historiador del pueblo, que no había terminado cuarto año, pero que se lo reconocía como “muy leído”, comentó en voz alta -¡subversiva era la Pepita Oribe! -esa sí que era brava.
Todos lo miraron con cara de no saber y “el Frutilla” se extendió en el tema con el pecho inflado.
¡Pepita era hermana de Manuel Oribe, apellido sin dobleces, se le plantó al ejército Imperial cuando entraba a Montevideo y les quemó una bandera del imperio delante de sus narices!
Está escrito en el archivo general que hay en España, que María Josefa Oribe, cantaba vistiendo de luto y con las ventanas abiertas, consignas contra el gobierno y allí figura como “Insurgente y tupamara”.
Conseguía medicinas que llevaba al campo patriota, disfrazada de negra lavandera tiznada en manos y cara
– ¡Esa mujer era brava como yo! interrumpió Autanacia.
– En mi cumpleaños de quince, después de bailar una de Elvis y está la foto que atestigua, yo levanté mi brazo zurdo en señal de lucha.
-¡No va a comparar! le dijo otro llamado Liborio.
-¡Porque no! yo luché contra el imperio y la dictadura militar allá por el año 74.
-Pero si en esa época vos casi que andabas en pañales.
-¡No crea, ya usaba tanga!
Ahí nomás se terminó la charla y comenzó el canto del guitarrero.
Gran Mujer, Doña Josefa Oribe, para qué agregar más.