Brexit sigue dando qué hablar. El Reino Unido busca conservar una “frontera blanda” con Irlanda, pero para ello deberá enmendar el acuerdo de salida con la UE. Sus intentos de lograrlo mediante legislación interna han levantado protestas. Mientras tanto, el plazo va corriendo y vuelve a aparecer el fantasma de un Brexit duro a fin de año.
Pareciera que el tema Brexit nunca se fuera a acabar. Cuando el Reino Unido (RU) concretó su salida de la Unión Europea (UE) el pasado mes de enero, fue sobre la base de un acuerdo que abordaba –entre otros aspectos– el espinoso tema del control aduanero que volvería a regir entre las partes tras la salida de los isleños del mercado único continental.
El volumen del comercio entre ambos es enorme: las exportaciones británicas a la UE ascendieron a US$385 billones en 2019 representando el 43% de sus ventas al exterior, que a su vez equivalían al 13% de las importaciones de ésta (tercer socio en importancia para la UE luego de China y los EE.UU.). Las exportaciones de la UE al Reino Unido fueron de US$477 billones, representando el 51% de las compras de éste al exterior. El balance en bienes y servicios fue favorable a la UE en US$92 billones.
Ambas partes reconocen su gran interdependencia comercial y ninguna quiere enfrentar una disrupción del comercio mutuo. Pero mientras Londres busca un acuerdo preferencial pos-Brexit que minimice el impacto de su partida, Bruselas entiende que la unidad política del bloque depende de que haya costos asociados a la salida unilateral de sus integrantes.
Hasta ahí, todo claro. Al abandonar el mercado único, las exportaciones británicas deberán volver a pasar por las aduanas de la UE en cualquier punto de ingreso al continente. El único tema de negociación debería ser el régimen de importación (léase arancel) al cual estarán sujetas. Pero no es así, ya que el problema principal radica en la naturaleza de la única conexión terrestre entre las partes: la frontera entre la República de Irlanda (que permanece en la UE) e Irlanda del Norte (que –como integrante del Reino Unido– se va).
Al abandonar el mercado único, las exportaciones británicas deberán volver a pasar por las aduanas de la Unión Europea en cualquier punto de ingreso al continente
La frontera de la concordia
No es exagerado afirmar que la turbulenta relación entre las islas de Gran Bretaña e Irlanda ha durado más de un milenio. Menos de 20 Km de mar abierto las separan en sus puntos de mayor cercanía. Pero el proceso de pacificación entre protestantes y católicos de los seis condados de Irlanda del Norte (con capital en Belfast) pareció llegar a fruición en abril de 1998 con el llamado Acuerdo del Viernes Santo, impulsado por el gobierno de Tony Blair.
Entre sus disposiciones figuraba la exigencia que la frontera entre el Reino y la República fuese lo más discreta posible, ya que todo símbolo o recordatorio de la “ocupación” británica sería un elemento irritante. Grandes estructuras aduaneras, por ejemplo, con largas filas de camiones, podrían ser blancos de atentados. Conscientes de este problema, la UE y el RU arribaron a una solución virtual: la frontera aduanera se trasladaría al Mar de Irlanda que separa ambas islas.
Perforando el arancel externo
Es frecuente escuchar aquello de que las áreas de libre comercio son fáciles de negociar pero difíciles de administrar, mientras que sucede al revés con las uniones aduaneras. Pues en este caso es cierto. Imaginemos una mercadería enviada de Londres a Belfast, dentro del territorio del Reino Unido. ¿Cómo prevenir que la mercadería no cruce la frontera con la República de Irlanda y entre sin pagar impuestos a la UE?
La solución propuesta pasaba por determinar cuáles eran dichas mercaderías en riesgo (de perforar el arancel UE) y obligarlas a abonar el impuesto antes de embarcarse. Si permanecían en Belfast, se les reintegraba el impuesto. Si cruzaban la frontera, se les retenía. El proceso lo ilustra la gráfica adjunta proporcionada por la BBC (difusora oficial del gobierno británico).
¿Quién determinaba cuáles eran las mercaderías en riesgo? He aquí el núcleo del problema. En el apuro por acordar la salida, quedó establecido que sería la UE. Pero ahora han surgido voces en el parlamento inglés (principalmente de Boris Johnson, el primer ministro) diciendo que ello constituiría una violación inaceptable de la soberanía británica, ya que una transacción librada enteramente en territorio nacional estaría sujeta a un control extranjero.
Actualmente está a consideración del Parlamento un proyecto de ley del mercado interno estableciendo que la denominación de riesgo quedará a cargo de la administración británica. La UE ha protestado enérgicamente con el argumento de que se estaría violando un acuerdo internacional (el que dispuso el Brexit). Ha habido renuncias de altos funcionarios británicos en protesta del proceder de su gobierno.
El plazo se acorta
Mientras tanto, el reloj sigue marcando las horas. Dentro de la relatividad que gobierna los plazos políticos se señala que si no hay acuerdo para fin de año, la salida será sin acuerdo comercial preferencial (Brexit duro). También se dice que la fecha tope para acordar es el 15 de octubre (próxima cumbre de jefes de estado de la UE), ya que la implementación de un posible acuerdo llevará su tiempo.
Hay quienes opinan que se trata de teatro político contra reloj con presiones que buscan maximizar el beneficio para las partes. La importancia para ambas partes del comercio mutuo es tan grande que alguna solución deberá aparecer. Otros insinúan que Johnson –en atención al ala más conservadora de su partido– no tiene demasiado interés en un acuerdo.
De todas formas no está claro si están los votos en el parlamento para aprobar la versión definitiva de la ley, que además deberá pasar por la cámara de los lores. En esta democracia globalizada, tampoco faltan las voces de alerta que surgen desde los EE.UU. en altas esferas políticas de ambos partidos en cuanto a una solución que pueda afectar la estabilidad política en Irlanda del Norte
*Doctorado en Economía por la Universidad de Stanford. Fue Director General CEMLA y Director Ejecutivo del Banco Mundial.
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