A diferencia de Georges Polti que postulaba que en literatura hay treinta y seis argumentos posibles, Borges creía que solo había unos pocos. Entre ellos, el del hombre que encuentra su destino. No es muy diferente en la vida. Cabe preguntarse si es el hombre que encuentra al destino o el destino al hombre. Pero no deja de ser más lo menos lo mismo. ¿Y cuál es ese destino? ¿Su profesión, su amor, su religión o su muerte? En la enumeración, solo la última es común a todos. Lo nuestro es pasar, de eso no hay duda. Qué hacemos durante el tránsito por este mundo. En qué gastamos nuestro tiempo. He aquí la cuestión.
El destino de Gardel era cantar. Primero con su amigo José Razzano, pero el destino de Razzano era quedarse afónico, de modo que pasó del dueto a la más silenciosa función de administrador. En 1925, Gardel se quedó solo. Razzano dejó de acompañarlo en sus giras.
Por esa fecha, el Mago abordó el piróscafo «SS Principessa Mafalda» que hacía el trayecto Buenos Aires-Génova y empezó su etapa de triunfos y conquistas. Entre francesitas bacanas y rubias de New York -Mary, Peggy, Betty, Julie- el Mago: morocho y argentino, rey de París. En medio de esa vida que parecía la letra de un tango, en que las lágrimas solo eran las que manchaban el brillo de la solapa de su smoking, no se olvidaba de su amigo.
Argentinos e italianos
Mientras el Mafalda surcaba las aguas oceánicas le escribe a Razzano: «Cuando pasamos Río se produjo un lance caballeresco a bordo». Es la primera noticia de importancia que tiene para darle. Los involucrados son el cónsul argentino en Nápoles y el hijo de un célebre director de orquesta. El ofensor, un joven de veintidós años, era Riccardo Vitale, hijo del director de orquesta Edoardo Vitale y la cantante lírica Lina Pasini. El cónsul, según nuestros amigos del Ministerio de RREE y Culto de la Argentina, en 1925 era Víctor Cordero Pizarro. El diplomático, que había trabado amistad con Gardel le solicitó que lo apadrinara. «Como compatriotas aceptamos enseguida», escribe Gardel a Razzano. Los padrinos de Vitale querían un arreglo amistoso de la situación «por tratarse de italianos y argentinos. Nosotros también, pero con la condición de que el señor Vitale retirara la palabra ofensiva a nuestro apadrinado».
Pese a que el muchacho no accedió, el duelo no se llevó a cabo. El capitán del buque no estaba dispuesto a que le hicieran un orificio más a la ya bastante venida a menos embarcación. Tampoco tenía intenciones de dar explicaciones sobre muertes o heridos. Bastante problema tenía para asumir todavía las veleidades de estos caballeros. Como estos insistían en dirimir su conflicto por la vía de las armas, el capitán se comunicó con las autoridades senegalesas para que autorizaran el duelo en Dakar. Por supuesto los senegaleses se negaron. También tenían bastantes problemas para que vinieran un porteño y un napolitano a liarse a tiros. Como fuere, los padres del joven se enteraron del asunto y lo sacaron de una oreja.
El Mafalda continuó su viaje con muy pocas cosas interesantes para contarle a Razzano.
Un negocio rentable
Distinto hubiera sido el viaje de haber ocurrido un par de años después. En octubre de 1927, el piróscafo partió de Génova rumbo a Buenos Aires, al mando del experto navegante siciliano Simone Gulì, que acumulaba a sus sesenta y dos años muchas millas náuticas. El negocio de la época era el transporte de inmigrantes al Río de la Plata. En este viaje había no solamente italianos sino sirios. Con mil doscientas cincuenta y nueve personas a bordo y grandes reservas por parte de Gulì sobre el estado del buque, el Mafalda se hizo a la mar. De todos modos, este iba a ser su último viaje. La Compañia había decidido desmantelarlo porque el uso prolongado y la falta de mantenimiento lo hacían inseguro. Pero la codicia pudo más y pese a ello emprendió lo que sería su canto del cisne. A duras penas llegaron a Barcelona donde tuvieron que hacer reparaciones. Pasado Gibraltar se rompió uno de los motores. En Dakar y luego en Cabo Verde hubo que hacer otras reparaciones. Cuando no era un motor eran las hélices. Allí se embarcaron los marineros argentinos Santoro y Bernardi.
En la costa brasileña, cuando ya parecía que el milagro se cumplía, se partió una hélice y cortó el casco de la nave que empezó a hacer agua en forma notable.
Los pedidos de auxilio atrajeron algunos barcos entre los cuales uno de bandera holandesa rescató a muchos de los pasajeros. Cientos murieron ahogados, o se suicidaron ante la perspectiva de ser devorados por los tiburones. Bernardi, el conscripto argentino, salvó a muchas víctimas antes de que las mandíbulas de los escualos lo trituraran. El capitán se hundió con la nave mientras unos pocos músicos tocaban la Marcha Real.
El gobierno peninsular trató de evitar el desprestigio: el Titanic italiano con su ostentoso salón de baile y sus ciento sesenta cabinas de primera clase, se había ido al fondo de mar.
Echando culpas
«La Navigazione Generale Italiana afirma que el piróscafo se encontraba en perfectas condiciones y que las causas de la desgracia habría que buscarlas en una avería accidental», dice La Stampa el dos de noviembre de 1927. Y agrega, para explicar la cantidad de víctimas: «a bordo se encontraban emigrantes de diversas razas con psicología y disciplina diversas. Este centenar de árabes […] han sido los primeros en entrar en pánico».
Caras y caretas (Buenos Aires) que dedica muchas páginas de sus ediciones del cinco y el once de noviembre se jacta de que su cobertura «ha constituido uno los más grandes éxitos periodísticos». Los comentarios huelgan.
Además, del costo en vidas humanas, un cofre de monedas de oro que el Duce donaba a la Argentina como agradecimiento por la recepción a la inmigración italiana, también terminó en el fondo del mar. Pero el destino de Gardel, no estaba en el agua, ni en el aire. El vuelo que iniciara en ese Medellín de 1935 no llegó a despegar.
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