Antonio Soto Beigbeder (1884-1980) fue escritor, periodista, crítico de arte, comentarista taurino. Escribió Un hombre perdido; El Molino quemado; El Libro de las Rondas; Marú; Las parejas negras; Cachito y Rigoleto; Juan, Pedro y Diego; Ronda de los niños… Zum Felde adjudica a este último el «milagro [de] tratar personajes infantiles sin desvirtuarlos» y a la vez, con un «humorismo tierno [ y ] amorosa burla paternal», lo que no es raro porque el modelo de inspiración eran sus propios hijos.
Escribió en el Diario del Plata, que dirigía Antonio Bachini y luego siguió con Juan Andrés Ramírez Chain. Colaboró con La Nación y con la Revista Caras y caretas de Buenos Aires, así como con La Pluma, que dirigía Alberto Zum Felde, entre otros medios. También escribió los textos para la película muda Del pingo al volante, que dirigiera el libanés Roberto Kourí en 1929 y que es de las pocas que se conservan de esa época. El cuento «Historia de un cigarrillo», de Felisberto Hernández está dedicado a Boy.
«No fue un periodista para élites. Le gustaba profesar su mester con pulcritud mental», dice el poeta, periodista y escritor Juan Ilaria en un sentido obituario. «Cultivaba el humorismo con limpidez de estilo […] Era un periodista ortodoxo que nunca llegaba tardíamente al tema […] Tenía una ética del pensar y una ética de la expresión. Ejerció el periodismo con éxito extraordinario».
Ilaria lo evoca poco antes de su fallecimiento repitiendo «en voz baja aquellos versos místicos, anónimos, donde se alegorizan temas eternos para la comunicación con Dios:
No me mueve mi Dios para quererte
El cielo que me tienes prometido…
Poemas ascéticos, de juglares del Señor, sonetos de limpia catolicidad, fueron su Réquiem».
Admirador de Rodó y de Zorrilla de San Martín, falleció en Montevideo un ocho de julio a los noventa y seis años, dejando numerosa descendencia.
En el cuadragésimo año de su desaparición física nos parece el mejor homenaje, compartir uno de sus escritos, publicado en el periódico El Amigo del Obrero el 27 de mayo de 1908. Conocido por el seudónimo de Boy, también usó otros como El chico de la Portera, y Novellus con el que firma esta nota.
Instantánea
Mi padre nació en Cádiz, mi madre nació en Rota y yo nací en el Puerto. Es decir, que le dimos la vuelta a la Bahía.
El Puerto está hacia adentro, recostado mansamente a la entrada del Guadalete, entre viñas y salinas y caminos con pitas y zarzamoras que resguardan almendros y trigales.
Cádiz está enfrente.
Y Rota está hacia afuera, tirando a poniente, en una punta que avanza donde remata la bahía.
Tiene dos playas. La una cara a Cádiz; la otra cara al Atlántico.
Desde media legua antes de llegar al pueblo, viniendo de tierra adentro, es una gloria respirar fuerte y sentir en los pulmones aquel aire siempre sano oliendo a mariscos frescos. Y si pudiera mirarse desde el cielo, confundiríamos sus casas con las palomas blancas de los tejados y las espumas densas de las playas.
“Era un periodista ortodoxo que nunca llegaba tardíamente al tema […] Tenía una ética del pensar y una ética de la expresión”
Sobre todo de la playa que mira al Atlántico. La que junta con la nave de la iglesia, el vino tintilla y los tomates y las calabazas, forman las excelencias del pueblo.
Hay otra excelencia más. Las caras de las mujeres.
Casi todas se llaman Rosario y lo rezan todas las noches. Usan vestidos claros, toquillas granates, ojos castaños, cabellos negros y claveles de todos los colores.
¿Son contrahechos? -le pregunté a una niña un día, aludiendo a una media docena que llevaba detrás de la oreja.
– Contrahecho está usté, me respondió.
– Pues a los pies de usted, mocita…
– A mis pie no quiero estorbo.
– Pues entonces a sus órdenes.
– Tampoco… Todavía no tengo mando.
– ¿Quiere usted que yo se lo dé?
– ¡Qué disparate!
– ¿Por qué?
– Porque iba usté a sé muy desgrasiao…
– Y a usted le daría pena, ¿verdad niña?
– Tanto como eso no diré… Pero…
– Vaya unos ojos bonitos…
– ¿Qué dice usté?
– Que sí; que tiene mucha razón en lo que iba usted diciendo.
– Ya lo creo… ¡Y tanta!
– Parecen dos pensamientos a la sombra de un rosal.
– En invierno…
– Como usted quiera: esas son rosas que no pierden nada con los cambios de estación.
– ¿De vera? Pues en la estación debía estar usté de procurá un destino porque esta usté que ni sembrao para telegrafista.
– ¿Quiere usted que le ponga un telegrama?
– ¿Desde dónde?
– Desde Montevideo.
– Ah… ¿Pero es verdá lo que dicen de que usté se va para América?
– Pronto.
– ¡Ay qué pena! ¿Y por qué hace usté eso?
(Yo me encogí de hombros y miré al suelo)
– Qué quiere usted… La vida… Se murió todo el mundo en mi casa… Los pinares los vendí… Las viñas me las quitaron… Los cañaverales salieron ardiendo… (luego arqueé las cejas y extendí los brazos) ¿Cree usted que esto tiene compostura?
– No. Ni usted tampoco.
– ¿Por qué Rosario?
– Toma, toma… Porque conozco sus gracias de usté y ya no me asusto de nada.
– ¿A qué se asusta usted de una cosa que la voy a decir?
– Pero antes conteste usté a esto: ¿qué va usté hacé ayí?
– ¿Dónde?
– En América,
– Lo primero, ponerla a usted el telegrama.
– ¿Para qué?
– Para decirla que jamás la olvidaré… Que será mi sueño… Que será mi aliento… Que algún día venturoso volveré a verla.
– Pero… ¿A quién?
– …a la playa que mira al Atlántico. ¿A quién va a ser? (Hubo una pausa larga).
– Adiós, Rosario. (Y al seguir yo mi camino, la niña quedó pensando: ¡Qué pena, qué pena!). Y la playa también lo decía con el murmurio sordo de un oleaje manso.
TE PUEDE INTERESAR