Arturo Pérez Reverte (Cartagena, 1951) es uno de los escritores españoles contemporáneos más exitosos, autor de más de treinta novelas en las que aborda sobre todo temas históricos. La más reciente, Línea de fuego, sitúa su trama en la más cruenta batalla de la Guerra Civil española.
Según palabras del autor, uno de los motivos que le llevó a escribirla ha sido la manipulación de los hechos desde el desconocimiento y la ignorancia por parte de la clase política, que en la España actual se empeña en abrir heridas del pasado.
Una trayectoria que le avala
Pérez Reverte trabajó décadas como reportero de guerra cubriendo dieciocho conflictos armados, siete de ellos de tipo civil. Ese conocimiento directo de la guerra como tragedia humana le permite acercarse a su crudeza, lejos de posturas maniqueas o idealizadas, y también lo distancia de interpretaciones simples de una realidad que en muchos casos es bastante compleja.
Otra condición que permite al autor expresarse con total libertad, no sólo en sus obras de ficción sino en entrevistas y en sus numerosos mensajes de Twitter, es que ya con una profusa obra a sus espaldas, se siente indemne a la “represión intelectual” que reconoce como existente en la España de hoy.
El escritor ha llamado la atención sobre la creciente limitación en la libertad de pensamiento, asegurando que el que se sale de la norma recibe un “linchamiento mediático sectario”.
La guerra de relatos
La guerra civil real, que ocurrió en España entre los años 1936 y 1939, fue de especial complejidad, la que suele desconocerse en la interpretación que hoy hacen de los hechos aquellos que Reverte llama “analfabetos políticos”.
En la educación formal, si poco tiempo se destina en los programas al estudio de la Guerra Civil, mucho menos al de los acontecimientos que la precedieron a partir del año 1931, en el marco de un clima de violencia e inestabilidad política creciente que incluyó quema de iglesias, persecución de religiosos, golpe de estado (1934) y una ola de atentados y crímenes a dirigentes que culminó en julio de 1936 con el asesinato del principal líder de la oposición.
La guerra se desarrolló durante tres años acompañada de atrocidades de ambos bandos, casi siempre alejadas del campo de batalla y perpetradas contra la población civil por motivo de su pensamiento o de su fe. Los bandos eran el “republicano”, heterogéneo, y por tanto más desorganizado, compuesto por comunistas, anarquistas, socialistas, y brigadas internacionales estalinistas, y el de los “nacionales” más cohesionado y eficiente desde el punto de vista y militar, lo que terminó valiéndole la victoria.
Pasadas las casi cuatro décadas de dictadura del General Franco, la llamada “Transición democrática” que culminó con la Constitución española del 78, fue ejemplo para el mundo de un proceso de reconciliación en el que participaron incluso varios de los dirigentes que habían sido protagonistas directos de la guerra. Esfuerzo que involucró a la población entera, tan es así que hasta hace quince o veinte años, era común ver en las plazas de los pueblos o en las residencias de ancianos, ex combatientes de bandos enemigos jugando a las cartas o conversando amigablemente sobre su vida pasada.
Sin embargo, a partir del gobierno de Rodríguez Zapatero, en particular con la promulgación de la ley de “Memoria Histórica”, se pretendió imponer un relato oficial, reinterpretando los hechos e incurriendo en varios excesos en cuanto al cambio de nombre de calles, manteniendo los del bando republicano, aún en caso de quienes estuvieron involucrados en comprobados crímenes o matanzas masivas de prisioneros, como la famosa perpetrada en Paracuellos. Por eso dice Pérez Reverte que las heridas de esa guerra no están abiertas, sino que “Son nuestros políticos miserables los que han abierto las heridas de la Guerra Civil”. La misma guerra que ha vuelto con inusitada virulencia al debate político a partir del “desentierro” de Franco, llevado a cabo por el gobierno de Sánchez.
La ausencia de líderes con solidez intelectual, sumada a una educación deficiente incapaz de crear ciudadanos lúcidos y críticos es, según Reverte, el drama de la España de hoy.
La novela
Línea de fuego no describe el desarrollo de la guerra, ni incluye juicios de valor sobre las líneas ideológicas que animaron el conflicto. La novela se centra en sólo diez días en el frente de la batalla del Ebro, en la que hubo más de 20.000 muertos, la mayoría muy jóvenes, algunos casi niños, como los integrantes de la compañía llamada “Quinta del biberón”. De las palabras de los personajes, todos ficticios, se dibuja la realidad del enfrentamiento que el autor muestra en todos sus matices a partir de la acción bélica y de los diálogos. En uno de ellos un capitán republicano dice “cuando los fascistas se sublevaron yo no tenía dudas” pero sigue contando que ha visto matar a palos a un sacristán a las puertas de una iglesia porque no pudieron encontrar al cura, y asesinar de un tiro en la cabeza a mucha gente sólo por haber votado a la derecha, y termina diciendo que “Hay un momento complicado, cuando descubres que una guerra civil no es, como crees al principio, la lucha del bien contra el mal. Sólo el horror enfrentado a otro horror”.
Y esa mirada ecuánime, aunque no equidistante, es la que prima en todo el desarrollo de la novela que Arturo Pérez Reverte no vaciló en escribir, aún a sabiendas de que eso le significaría la crítica de aquellos para quienes la Guerra Civil hoy es tan solo un arma política.
*Columnista especial para La Mañana desde Madrid
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