Como ocurre en forma periódica en nuestro país, se abre nuevamente el debate sobre la extranjerización de la tierra. Y como siempre, la discusión deja traslucir intereses que se enfrentan desde los albores mismos de la república. El debate tiene varias aristas ya que se trata de un tema complejo que hace a la esencia del Estado nación. Sin entrar demasiado en disquisiciones históricas, es oportuno recordar que la Paz de Westfalia instauró el principio de la soberanía nacional, que implicaba que cada Estado europeo tenía soberanía exclusiva sobre su territorio.
Claramente este principio está íntimamente ligado al control del territorio por parte de los ciudadanos del Estado nación. En la actualidad, los países aplican variantes de este principio según sus propias preferencias, teniendo en cuenta consideraciones de tipo estratégico, económicos y sociales. A modo de ejemplo, Alemania no impone restricciones a la compra de tierra por parte de extranjeros, cosa que sí hace la Confederación Helvética. Sin embargo, a nadie en el mundo de las ideas desarrolladas se le ocurriría acusar a Alemania de “vendepatria” o a los suizos de “filotupamaros”. Por más que algunos analistas pretendan simplificar el debate desde formulismos ideológicos, este tema es mucho más complejo, especialmente para un país pequeño como Uruguay.
Tampoco se pueden tomar a la ligera los argumentos económicos, que los hay en contra y a favor. Claramente el principal argumento a favor no puede ser el que nos encontremos en un ciclo de alza en el precio de los commodities y que los argentinos deseen comprar campos. ¿Qué va a pasar cuando caigan los commodities y los argentinos en lugar de comprar quieran vender? Claramente este argumento no tiene vuelo, porque lo único que incorporaría es volatilidad al precio de la tierra.
Una burbuja en el precio de la tierra no ayudaría a los productores, sean nacionales o extranjeros, ya que tendría el efecto de aumentar los costos de los arrendamientos, reduciendo los incentivos al que tiene la intención de producir. La solución al problema agropecuario pasa por la baja en los costos de producción, no en fabricar una burbuja en el precio de la tierra.
Mas allá de que todo esto es discutible, resulta sorprendente que algún intelectual -desde su Olimpo de merengue- hable de “sandeces sesentistas” para referirse a los argumentos económicos esgrimidos por Cabildo Abierto en este y -se supone- en otros temas que no son de su agrado o del de sus representados. ¿A qué se estará refiriendo?
La segunda mitad de la década de los sesenta fue muy difícil para Uruguay, en parte como consecuencia de la aplicación de políticas económicas que dejaron al país poco competitivo con respecto al resto del mundo. ¿Se habrá querido referir a las políticas de Luis Batlle Berres de industrialización y sustitución de importaciones? Eso ocurrió en la década anterior y fue en gran parte como consecuencia del cierre de los mercados internacionales para nuestra lana y trigo. No fue el resultado de disquisiciones teóricas, sino una oportunidad viable para generar empleo a los uruguayos.
Países como Brasil aplicaron en la década de los setenta muchas de esas medidas que este analista considera como “sandeces”, al mismo tiempo que Argentina experimentaba con un trasnochado liberalismo impuesto por un ministro de economía que quería transformar nuevamente a la Argentina en un paisaje de novela de Jane Austen. Medio siglo después podemos apreciar los resultados de estas políticas, observando la performance relativa de nuestros dos vecinos. Al punto que hoy día son multinacionales brasileñas las que procesan y exportan una parte sustancial de la producción ganadera uruguaya.
Quizás lo que este analista llama “carencias conceptuales” es una forma de evaluar la realidad que comete el pecado de tener en cuenta a la realidad misma. No podemos pensar en políticas de Estado con criterio oportunista, en aras de maximizar ganancias de corto plazo. Hoy estamos detrás de los argentinos para que vengan a comprar. Pero hace exactamente 80 años, la “oportunidad” la presentaba la Alemania de Hitler que acababa de conquistar casi todo el continente europeo y tenía a Inglaterra –nuestro comprador de carnes- acorralada. Como la China de hoy, Alemania necesitaba los alimentos que se exportaban por la cuenca del Plata. Desconcertados por lo que parecía inevitable, los exportadores presionaban al gobierno de Baldomir promoviendo un acuerdo comercial con la potencia germana.
Afortunadamente el frenesí duró poco. En julio de 1940 Uruguay participó de la Conferencia de la Habana, representado por Pedro Manini Ríos. En dicha instancia los países de América Latina acordaron una posición común para defenderse de una eventual intervención alemana, al mismo tiempo que Estados Unidos cambió su doctrina Monroe. El resultado tangible fue que Uruguay siguió enviando sus exportaciones a los países aliados.
Es la propia historia de nuestro país la que nos enseña a ser cautos y a no precipitarnos, encandilados con guirnaldas de colores. Las voces que hoy, desde su Olimpo de merengue, critican la visión económica de Cabildo Abierto, son las mismas que en otros tiempos nos llevaron por el camino de un Consenso de Washington y sus nefastas consecuencias para la región. Aquello de las “relaciones carnales” culminó en un desastre social y económico con consecuencias profundas que padecemos hasta el día de hoy. Llegó la hora de que pensemos como uruguayos y no en función de modas o teorías impracticables.
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