La relevancia sociológica de la nación como una expresión específicamente moderna de la conformación de la identidad colectiva ha llevado a un buen número de intelectuales a intentar desvelar sus contornos sociales e históricos. En este sentido se inscriben los textos de B. Anderson, Comunidades imaginadas (1983) y de W. Connor, Ethnonationalism (1994). Ambos analizan la existencia de una paradoja en el nacionalismo entre la universalidad formal de la nacionalidad como un concepto sociocultural (en el mundo moderno todos tienen y deben “tener” una nacionalidad, así como tienen un sexo: el hombre es un animal racional/nacional) y la particularidad irremediable de sus manifestaciones concretas.
Pero se dan en ambos énfasis diferentes y complementarios. Para Anderson la nación aparece como “comunidad política imaginada, limitada y soberana”. Es imaginada porque aun los miembros de la nación más pequeña no conocerán jamás a la mayoría de sus compatriotas, ni los verán, ni oirán hablar de ellos, pero en la mente de cada uno de ellos vive la imagen de su comunión. Se trata del “sentirse miembro de” , en los términos de C. Castoriadis. Estas comunidades son limitadas, no coinciden con la humanidad ni con el planeta. Las fronteras de la comunidad varían de una comunidad a otra. Para unas la frontera es lingüística, para otras territorial, para otras religiosa, para otras étnica, etc., pero ni siquiera estas fronteras son fijas, sino construidas con arreglo a los portadores de acción colectiva y a las circunstancias operantes. La nación actúa como la entidad garante de la soberanía del pueblo después de la Revolución francesa. Aparece como una comunidad basada en un sentimiento de adhesión, frente a la dispersión de la “comunidad invisible” representada por la clase social. Los Estados nacionales son relativamente “nuevos” e “históricos”, sin embargo, las naciones que los expresan presuponen siempre un pasado inmemorial y miran hacia un futuro ilimitado. En esta ambivalencia entre la seguridad y la incertidumbre es donde se construye la nación: “la magia del nacionalismo es la conversión del azar en destino”.
Anderson comparte la idea de Hobsbawn que se refiere a la “invención de la tradición” cuando afirma, citando a Renán, que “la esencia de una nación está en que todos los individuos tengan muchas cosas en común y también que todos hayan olvidado muchas cosas: todo ciudadano francés debe haber olvidado la noche de San Bartolomé, las matanzas del Mediodía en el s. XVIII”. Esta imagen de fraternidad, de “familia extensa”, de comunión solidaria, surge “naturalmente” en unas sociedades agrietadas por los más violentos antagonismos raciales, religiosos, de clase o regionales. Renán y literatos como James Fenimore Cooper, Herman Melville o Mark Twain proceden a una “invención de la tradición” en la que se construyen modos de enganche con la memoria histórica y se suprimen (el olvido) aquellos referentes que no se adecúan a la tradición compartida, ahora redefinidos como “nuestra herencia común”.
Josetxo Beriain, profesor de la Universidad Pública de Navarra, en “La invención de la nación” (1995)
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