Durante sus años en Springfield, Lincoln había forjado un leal –e inusual- círculo de amigos; gente que había trabajado con él en la legislatura estatal (Illinois), y lo habían ayudado con sus campañas electorales para el Congreso y el Senado. Ahora, en este mismo momento, guiaban sus esfuerzos en la convención de Chicago, “moviendo cielo y tierra”, según le aseguraron, en un intento de obtener la nominación. Entre estos firmes colaboradores se encontraban David Davis, el juez del Tribunal de Circuito del Octavo Distrito, cuyo cuerpo de trescientas libras era igual a “un gran cerebro y un gran corazón”; Norman Judd, abogado de la empresa ferroviaria y presidente del comité central del estado republicano de Illinois; Leonard Swett, un abogado de Bloomington que creía que conocía a Lincoln “tan íntimamente como he conocido a ningún hombre en mi vida”; y Stephen Logan, socio de Lincoln durante tres años a principios de los cuarenta.
Muchas de estas amistades se habían forjado durante la experiencia compartida del “circuito”, las ocho semanas en que cada primavera y otoño Lincoln y sus colegas abogados debían viajar por todo el estado. Compartían habitaciones y a veces camas en polvorientas posadas y tabernas de pueblo, pasando largas tardes reunidos alrededor de un fuego ardiente. La economía de la profesión legal en el poco densamente poblado Illinois era tal que los abogados debían moverse por el estado en compañía del juez de circuito, tratando miles de pequeños casos para poder ganarse la vida. La llegada de la barra de abogados ambulante traía vida y vitalidad a los asientos del condado, recordó su compañero Henry Whitney. Los aldeanos se congregaron en las escaleras del juzgado. Cuando terminaban las sesiones del tribunal, todos se reunían en la taberna local hasta el amanecer, compartiendo bebidas, historias y buen humor.
En estos ambientes convivenciales, Lincoln era invariablemente el centro de atención. Nadie podía igualar su interminable flujo de historias ni su habilidad para reproducirlas con tan contagiosa alegría. A medida que sus sinuosas historias se hacían más famosas, multitudes de aldeanos esperaban su llegada en cada parada para tener la oportunidad de escuchar a un maestro narrador. Dondequiera que iba, ganaba devotos seguidores, amistades que más tarde alentarían su búsqueda de un cargo electivo. La vida política de esos años, ha observado el historiador Robert Wiebe, “se estructuraba en grupos de hombres unidos por relaciones de confianza mutua”. Y ningún círculo político estaba más lealmente unido que la banda de compatriotas que trabajaban para Lincoln en Chicago.
Extraído de “Equipo de Rivales”, biografía de Abraham Lincoln escrita por Doris Kearns Goodwin
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