Esta segunda ola de la pandemia abrió una ventana de oportunidad para un nuevo embate de aquellos que promovían el confinamiento de la población y el cierre de la economía allá por marzo. Nueves meses después quedó claro que esa medida hubiera generado niveles de desempleo impensados, con consecuencias terribles y persistentes para la población y la economía.
Afortunadamente el gobierno no se dejó presionar y tomó decisiones atinadas que nos permitieron sobrellevar la situación de forma excepcional, a tal punto que el manejo del gobierno ha sido reconocido en todo el mundo. Al progresismo vernáculo, entonces, no le quedó otra alternativa que proclamar la paternidad del sistema de Salud, como si todo fuera obra de la reforma de la Salud del exministro y hoy senador Daniel Olesker. Pero la supuesta reforma de la Salud es tema para otro día.
Resulta ahora que aquellos que promovían alegremente el confinamiento, hoy salen al estrado a proponer un salario universal, idea que se ha puesto de moda entre los intelectuales de los países desarrollados. Concretamente, el ex subsecretario de Economía, Pablo Ferreri, reclama un salario mínimo de emergencia para trescientas mil personas. El motivo sería ofrecerle un ingreso a los más vulnerables para que se queden en la casa y así ayudar a controlar la pandemia. En pocas palabras, pagar a los trabajadores para que se queden en casa y no trabajen, como si eso fuera a mantenerlos encerrados en su domicilio sin salir a la calle. La pandemia ofrece claramente a los popes progresistas otra oportunidad para fomentar la cultura del no trabajo, quizás su peor legado tras quince años al frente del gobierno.
Esta propuesta parte de premisas culturales y económicas equivocadas. El hombre es hombre en tanto trabaja y forma una familia. El mundo laboral y familiar es el que da lugar a sociedades más complejas, las que permiten el desarrollo económico. ¿Creen que la solución pasa por aislarnos y hacernos dependientes de la benevolencia del Estado, como si fuéramos niños?
Ni siquiera los países desarrollados pueden darse este lujo que algunos plantean hoy acá. Como punto de partida ya tienen un grave problema con las pensiones y el envejecimiento de la población. Tendemos a ver la situación como un problema de que hay demasiadas pensiones para pagar. Una visión alternativa es decir que hay pocos jóvenes y personas de mediana edad con capacidad y voluntad de trabajo para sostener a la sociedad. Pagar a los ciudadanos para que no hagan nada es el mayor reconocimiento de incapacidad por parte de un Estado que uno pueda imaginar. ¿Quién produciría ingresos suficientes para garantizar al resto de la población un ingreso básico sin una contrapartida de trabajo?
El único camino que nos queda para resolver este problema estructural es frenar el cierre de empresas, prestando especial atención a las pymes, las cuales pasan desapercibidas. Mientras tanto, estas van cerrando día a día y cada vez vemos más cortinas bajas. Cada cortina baja representa al menos la pérdida de dos o tres empleos. El nuevo embate de la pandemia nos demuestra lo difícil que es controlar la población. ¿No sería más fácil llegar a la gente si todos estuvieran empleados y tuvieran una empresa referente que los guiara en esta difícil situación? Es claro que para los partidarios del “cuanto peor, mejor” es más conveniente que todo el mundo esté en la casa encerrado, sin empleo y dependiendo totalmente del Estado. Pero el noviembre pasado la población no votó por esta opción.
Parte de la solución para las pymes –y el empleo- pasa en gran parte por ofrecerles condiciones de desarrollo igualitarias, brindándoles incentivos fiscales concretos que trasciendan los cursillos y las consultorías que ofrecen las burocracias estatales y que terminan degenerando en amiguismos como los de Inefop.
Los quince años de gobierno progresista pasarán a la historia como el período de mayor concentración empresarial –y menor competencia-, uno en el que las grandes empresas recibieron beneficios diferenciales bajo múltiples formas: desde los incentivos de la COMAP (que requerían de costosas consultorías para poder acceder efectivamente a los beneficios) hasta el otorgamiento de licencias de zonas francas con beneficios no disponibles a las pymes (ya que no contaban con los recursos para pagar los costosos alquileres). Ni que hablar de los regímenes laborales “a domicilio” como el que obtuvo UPM en su negociación con el gobierno progresista.
Daría la impresión que la única forma de ser competitivo en Uruguay es obtener del Estado un perímetro de condiciones especiales que no están disponibles a la generalidad de las empresas. Este tipo de acuerdos o concesiones transforma al empresario en un buscador de rentas, lo que sienta inevitablemente las raíces de la corrupción que tanto tememos y de cuya ausencia nos enorgullecíamos en décadas pasadas.
Llegó el momento que pensemos cómo el Estado puede pagar para que la gente trabaje, revirtiendo años de políticas que fomentaron lo opuesto. El gobierno de Franklin D. Roosevelt estableció una organización que pagaba a jóvenes desempleados durante la Gran Depresión para que plantaran árboles por todo el territorio norteamericano. Son los mismos árboles que cualquier viajero aprecia hoy recorriendo las carreteras estadounidenses. ¿Será que el Estado podría pagarles a los desempleados para que produzcan alimentos en diferentes departamentos del país?
Pero la forma más directa y rápida de mantener el orden social es mantener a la gente empleada. Para ello es necesario estudiar rápidamente los mecanismos fiscales, tarifarios y de otro tipo que ayuden a los pequeños empresarios a no tener que bajar la cortina. Este es el tipo de medidas que se espera de un gobierno que viene demostrando su voluntad de recuperar a los sectores productivos.
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