La situación política y económica para el próximo periodo de gobierno en los EE.UU. se presenta como un enfrentamiento bloqueado entre la democracia reformista y el populismo conservador.
Como intento de permanencia ilegítima en el poder fue bastante novedoso, considerando que el respaldo principal no fue un despliegue de tanquetas ni la concurrencia masiva de hordas enfurecidas a los espacios públicos, sino los salvos de Twitter y el influyente aparato mediático de la Casa Blanca. Al ver que los promisorios resultados iniciales cedían ante la avalancha de sufragios postales, promediando la noche electoral, su principal ocupante convocó a los medios para denunciar el “gigantesco fraude” que amenazaba desplazarlo de la presidencia de la principal potencia económica y militar del mundo.
Pero el Pentágono permaneció impasible, sin duda, disfrutando en su intimidad de la derrota en las urnas de quien dejó pasar pocas oportunidades sin menoscabar la capacidad de sus mandos militares, quienes simplemente reiteraron que su juramento de fidelidad era a la constitución, no al presidente.
Tampoco los medios de comunicación masiva le hicieron el juego. A los pocos minutos de iniciada la alocución las tres principales cadenas televisivas interrumpieron su cobertura directa, enfocando en cámara a sus corresponsales, quienes explicaban a la audiencia que el presidente estaba acusando sin fundamento la integridad del proceso electoral. Esta sorprendente tutela del derecho de libre expresión de todo ciudadano -inclusive del presidente- no fue compartida por las cadenas más comprometidas con el proceso político. Tanto FOX como CNN acompañaron el bochornoso espectáculo en su totalidad.
En los días siguientes, y a medida que los escrutinios primarios en los estados más disputados ampliaban la ventaja del Partido Demócrata, Trump subía la apuesta por desacreditar el mismo proceso electoral que cuatro años antes lo había llevado a la victoria. Ya con asesoramiento legal más cuidadoso entabló pleitos en múltiples jurisdicciones electorales alegando irregularidades, intensificó las arengas a sus seguidores y presionó a las autoridades estatales de filiación republicana a intervenir en los procesos de recuento y certificación. Todo esto mientras el país atravesaba un nuevo pico de rebrote pandémico.
Hoy, a casi seis semanas de aquella noche, la justicia a todos niveles ha rechazado los planteos legales por falta de mérito y el colegio electoral está certificando la victoria de Joe Biden en los comicios. Aun cuando falta más de un mes para la inauguración, a esta altura de los hechos parece poco probable que Trump logre descarrilar el proceso. Pero el funcionamiento de la democracia también depende de símbolos y gestos, entre ellos el reconocimiento de los ganadores por los perdedores en el acto electoral y la concurrencia al acto inaugural.
Trump enfrenta un dilema: reconocer su derrota y darle gobernabilidad al país, o insistir en el fraude y mantener su actual protagonismo político. En este contexto cabe notar que son pocos los presidentes a quienes el electorado ha negado un segundo periodo, lo cual pone en tela de juicio su actuación durante el primero. Si tiene intenciones de postularse para el 2024 es preferible la narrativa de ganador frustrado por “el establishment” que la de candidato fracasado en los últimos comicios, especialmente a la hora de recaudar fondos electorales.
El secuestro de los republicanos
Hay algo que los políticos del Partido Republicano en los EE. UU. han entendido muy bien: los votos no son de ellos, son de Trump. Si mañana este decide irse para crear un movimiento propio, es muy probable que los republicanos queden como tercer partido en materia de votantes.
Ello explica, claramente, la incómoda posición en que se encuentran: por más que muchos discrepan con la actitud de Trump ante el desenlace electoral y reconocen el daño resultante a la democracia, no osan (salvo en contados casos) expresar su desaprobación. Bastaría un gesto negativo de Trump para enterrar para siempre sus aspiraciones ante el electorado. Ni hablar de los “escraches a domicilio”, que partidarios han llevado a cabo frente a funcionarios o autoridades estatales de extracción republicana que no se han doblegado ante sus exigencias de entorpecer la certificación de resultados electorales.
Tanto cinismo puede conllevar un alto costo político, especialmente en las dos carreras senatoriales que han de llevarse a cabo a comienzos de enero en el estado de Georgia y que le darían al Partido Demócrata el control del senado en caso de ganar ambas. Con dicho resultado, los republicanos ya no estarían en condiciones de bloquear el ambicioso programa de gobierno de Biden cuyo contenido social (salud, educación y medio ambiente) bien podría engrosar las filas demócratas con descontentos de hoy.
La institucionalidad bajo asedio
Pero el daño está hecho. De los 160 millones de votantes, 75 millones votaron a Trump y la mayoría de estos comparte la visión de su líder que el resultado fue trampeado. El populismo ha abierto una brecha en la ciudadela de la democracia, ni más ni menos en el país de mayor representatividad de este modo de legitimar gobiernos que, a pesar de sus defectos, sigue siendo -cuando bien administrado- el sistema que ofrece mayores garantías a los pueblos. Hasta ahora las instituciones han resistido el asedio, pero la presión recién comienza.
¿Cómo sucede esto? Responde a un defecto de la democracia que es muy visible en los EE. UU.: la enorme influencia del dinero en las campañas electorales. El populismo surge del descontento económico, que en este caso proviene del impacto de la globalización que ha perjudicado a segmentos importantes de la población. A su vez, la globalización es un proceso de apertura al mundo que refleja la primacía en la toma de decisiones de ciertas élites en cuadros empresariales, políticos y académicos que tienden a beneficiarse de sus efectos.
Se trata de decisiones tomadas en un contexto democrático, pero con excesiva influencia de los grupos de interés económico, merced a sus contribuciones financieras en el proceso electoral. La consecuencia es que se imponen modelos de negocios que favorecen los resultados del mundo macrocorporativo global en desmedro de hogares, pequeñas empresas y el medio ambiente. La concentración del poder, por un lado, y la alienación de segmentos desplazados, por el otro, llevan al clamor por el cambio. La globalización de por sí no es necesariamente negativa, pero sin una adecuada distribución interna de sus costos y beneficios se puede llegar a una polarización del sistema político.
Los descontentos de la globalización -como los llamaba Stiglitz- se han manifestado en procesos contemporáneos como el Brexit y Cinco Estrellas, amén de otros países europeos. Trump fue quien supo capitalizar electoralmente a los descontentos en los EE. UU. El sistema actual no les sirve y buscan un cambio, no importa cuál. El objetivo es desplazar a “las élites” aunque el precio sea un salto al vacío. Quien promete “drenar el pantano” logra su lealtad. No tienen nada que perder.
La diferencia entre populismo y reformismo es que el primero capitaliza el descontento popular para llegar al gobierno sin más plan que perpetuarse en el poder. El reformismo, en cambio, busca cerrar esas brechas en la democracia que habilitan una excesiva influencia de los “intereses especiales” en los gobiernos, independientemente de la ubicación de estos en el espectro político.
Los desafíos del nuevo gobierno
La actual ola de globalización surgió de las cenizas del sistema monetario internacional de Bretton Woods (1944-1971) y de la derogación progresiva de la ley Glass-Steagall (1933-1999) que regulaba el sistema financiero de los EE. UU. Ambas fueron -no casualmente- piezas fundamentales del ordenamiento económico mundial frente a los estragos de la depresión y las guerras.
Al liberarse el flujo transfronterizo de capitales especulativos, la globalización económica cobró un nuevo impulso. La ventaja comparativa basada en mano de obra barata trasladó muchas actividades de manufactura desde los países industrializados hacia el mundo emergente. Bolsones de desocupados comenzaron a aparecer en los primeros, contribuyendo al descontento de los afectados.
Dicho descontento es el nexo entre la globalización y la reaparición del populismo. Si bien el nuevo comercio creó ganancias para todos los países participantes, la distribución interna a los países no recompensó a los segmentos de la población negativamente afectados.
En cambio, la globalización ha traído importantes beneficios a los países emergentes, especialmente en precios de productos primarios, niveles de empleo y acceso a importaciones de manufacturas. Un retroceso de la globalización representaría una pérdida importante. La globalización sin populismo requiere que los países industrializados busquen una redistribución interna más equilibrada de las ganancias en eficiencia. A su vez, para ello serán necesarias políticas reformistas que mejoren la calidad y el alcance de las redes de seguridad social para la población. Será el mayor desafío para el gobierno de Biden, presionado por el ala progresista de su partido y obstaculizado por la oposición republicana.