Luego de veinte años, el endeudamiento de las empresas vuelve a ser un problema. La recuperación económica posterior a la crisis del 2002 produjo un aumento en los ingresos y precios de los activos que permitió reducir el endeudamiento a niveles sostenibles.
Para el 2005 la recuperación se venía afianzando, en gran parte por una fuerte recuperación en los precios de los commodities a partir del 2003 que animó a los empresarios a invertir nuevamente. Este ciclo duró hasta la crisis financiera global de 2008 y la consecuente abrupta caída de precios. Pero el efecto duró poco y ya para inicios del 2009 los precios comenzaron a recuperarse hasta alcanzar en 2011 los máximos anteriores. Esta vez el viento de cola vino ayudado por capitales baratos, que ingresaban como catarata hacia los países emergentes, dando un nuevo empuje a las inversiones. Es probablemente en este período que se produjo un exceso de inversión.
Las empresas que sobreinvirtieron durante ese período deben acarrear hoy en su activo inversiones no rentables con los precios actuales, por lo que ven seriamente deteriorada su capacidad de amortizar las deudas. En la medida que esta situación es extendida y sistemática, las empresas no tienen forma rápida de resolver el problema vendiendo activos, ya que hoy no existen compradores a precios que permitan a la empresa y los acreedores salir de la situación sin daños mayores. Las empresas arrastran como consecuencia elevados niveles de deuda con respecto a su capacidad de generación de ingresos.
Pero hay situaciones de endeudamiento, que se transforman en inaceptables injusticias. Son las empresas agroindustriales de indiscutida competitividad a nivel internacional, como la lechería o el arroz, o la citricultura etc., que frente al desmedido – y desconsiderado- “costo país” (entre otros factores, el atraso cambiario, el clásico flagelo que cada 18 o 20 años viene provocando los grandes quiebres del país productivo) solo lograron sobrevivir las que pudieron sobreponerse en los seis o siete últimos años, con buenas performances productivas, en base a ir año a año superando los números rojos, en base a contraer deudas con el sector financiero. Evidentemente que los más chicos – y sobre todo los que carecían de garantías- de estos sectores ya sucumbieron.
Si bien el BROU ya tomó conciencia y ha comenzado a tomar medidas acordes con ese tipo de situación, falta conocer la respuesta del sector financiero privado (50%).
A esto se agregan ahora los efectos de la pandemia, que obliga a ciertas empresas – vinculadas fundamentalmente al turismo, a contraer aún más deuda para compensar la notoria caída de ingresos, y evitar el cierre. Esta situación produce múltiples efectos.
En primer lugar, genera tensión entre acreedores y deudores. Los primeros exigen el repago de sus préstamos, pero los segundos no tienen capacidad para hacerlo. Las categorías de crédito se deterioran, las tasas de interés aumentan y la situación se convierte en un círculo vicioso que a menudo termina en la liquidación. Los activos –salvo la tierra- se rematan como fierros viejos, los empleados se despiden y el Estado queda con un agujero fiscal luego de haber solventado largos períodos de seguros de desempleo.
Cuando el problema del endeudamiento privado es sistémico, no puede tratarse exclusivamente como un problema microeconómico y dejar a los deudores a la deriva, negociando por sí solos frente a grupos organizados de acreedores.
En segundo lugar, al ver restringida su capacidad de financiamiento, la empresa pierde la posibilidad de invertir, dejando pasar oportunidades de innovar y mejorar la productividad, factores fundamentales para su recuperación. A este punto los amantes de algún difunto economista austríaco replicarán que “alguien vendrá” a hacer la inversión, sin tener en cuenta lo difícil que es formar una empresa y mucho más consolidarla. Esto no se resuelve con cursillos de emprendedurismo a los jóvenes. En cambio, deberían apreciar el perfil etario de quienes hoy cargan sobre sus hombros la mayoría de las empresas (y generan gran parte del empleo) para darse cuenta de lo costoso que es dejar correr la fuerza gravitacional de la liquidación.
De cualquier manera el empresario intentará mantener a su empresa viva, mientras pueda mantener el control. Pero sin inversión ni innovación esta se morirá de a poco, convirtiéndose en una empresa “zombi”. Frente a esto, los acreedores se encuentran ante la disyuntiva de forzar su liquidación -que implica reconocer pérdidas y sacrificar la posibilidad de una recuperación- o mantenerla viva, favoreciendo posibles conductas irresponsables por parte de los dueños y gerentes, fenómeno al que los académicos llaman “problema de agencia” o “riesgo moral”. Mientras tanto los trabajadores quedan como rehenes de la situación, como tripulantes de un buque sin rumbo.
Son las empresas agroindustriales de indiscutida competitividad a nivel internacional, que frente al desmedido – y desconsiderado “costo país”- solo lograron sobrevivir las que pudieron sobreponerse en los seis o siete últimos años, con buenas performances productivas, superando los números rojos en base a contraer deudas con el sector financiero.
El economista Hyman Minsky explicó muy bien este fenómeno. Minsly rechazaba la hipótesis de los mercados eficientes –pilar del edificio neoliberal- prefiriendo en su lugar lo que él llamaba la hipótesis de la inestabilidad financiera. Este principio sostiene que durante un período de prosperidad extendido los empresarios tienden a asumir cada vez más riesgos hasta que llega un punto en el que el nivel de la deuda excede las posibilidades de las empresas de generar ingresos suficientes para repagarla. Cuando llega este momento –conocido como el “momento Minsky”-, los agentes sobreendeudados se ven forzados a vender activos para hacer frente a las deudas. Pero como los activos no rentables tienen poco valor de mercado, las empresas se deshacen de los mejores, justamente aquellos que les hubieran permitido sobrevivir. Esto produce un espiral a la baja en el precio de las propiedades y una demanda repentina por efectivo que, de no mediar intervención del Estado, puede paralizar la economía.
Cuando el problema del endeudamiento privado es sistémico, no puede tratarse exclusivamente como un problema microeconómico y dejar a los deudores a la deriva, negociando por sí solos frente a grupos organizados de acreedores. De este modo, mientras que los grandes deudores logran refinanciaciones razonables, las pymes –al igual que las familias- se encuentran en situación de absoluta desventaja. ¿Cómo debería reaccionar el Estado frente a este problema emergente?
Como mínimo debería comenzar por reconocerlo y anticiparse a las posibles soluciones. Un exceso de deuda en los balances de las empresas atenta contra la inversión, la productividad y el empleo. No se trata de un tema más sobre el cual procrastinar. Para ello debemos comenzar por admitir que a este problema no lo resuelve el mercado. Ni siquiera un economista austríaco que descienda sobre nosotros con capa flameante.
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