“Considero que el desarrollo de la competencia es la mejor garantía tanto de un aumento continuado de la eficiencia, como de la justa distribución del ingreso nacional. En el interés de una verdadera economía “social” de mercado, no puedo renunciar a las ventajas de un progreso económico saludable…. Los planes o controles impuestos por la industria no me parecen menos indeseables y perjudiciales que los controles estatales…”
Ludwig Erhard, Volkswirt, 16 de diciembre de 1949
En 1948, Erhard, ministro de Economía de la ocupada Alemania Occidental, emitió –sin autorización de las autoridades aliadas- un decreto eliminando el racionamiento y los controles de precios y salarios. Al mismo tiempo introdujo una nueva moneda, el marco alemán. “De ahora en más su único cupón de racionamiento será el marco”, anunció Erhard a un incrédulo pueblo alemán.
El economista bávaro fue el padre fundador de la economía social de mercado y artífice clave del “milagro alemán”. Pero si Erhard detestaba los controles de precios y los racionamientos, los cárteles privados le producían similar rechazo.
En Bienestar para todos, Erhard sostiene que una política económica solo puede autodenominarse “social” si permite que los consumidores se beneficien del progreso económico, participando de los resultados del mayor esfuerzo y la ganancia de productividad. Por este motivo su decreto de liberalización de precios fue acompañado al año siguiente por un proyecto de ley anticárteles.
Erhard tenía antecedentes históricos a los cuales recurrir. A principios del siglo XX el gobierno de los Estados Unidos obtenía su primera victoria combatiendo los trusts con el caso Northern Securities vs. United States, comenzando así el freno a los abusos bastante generalizados posteriores a la Guerra Civil. De hecho, esta política antimonopolio se mantuvo hasta principios de la década de los ´80. En 1982, el gobierno de los Estados Unidos ordenaba la separación de su sistema telefónico en empresas más pequeñas, ordenando a AT&T a deshacerse de las que pasaron ser conocidas como “Baby Bells”. ¿Qué cambió desde entonces?
Las leyes anti-trust ya habían comenzado a debilitarse en la década del 70 con el ascenso de economistas y abogados que argumentaban que este tipo de normas debería tener como único objetivo la maximización del bienestar del consumidor. Hasta allí y en teoría esto parecía correcto y saludable. Pero en la práctica estos académicos comenzaron a argumentar que el motivo por el cual algunas empresas se volvían tan grandes era que las hacía más eficientes con relación a los competidores más pequeños. La consecuencia que se desprendía de esta idea era que forzar su rompimiento implicaría “penalizarlas por su éxito”. Este pensamiento comenzó a ganar adeptos hasta quedar codificado legalmente durante los gobiernos de Ronald Reagan. Esto explica al menos en parte las dificultades que las autoridades norteamericanas enfrentan en sus intentos de acotar el poder de mercado de empresas como Google y Facebook. Pero todo lo que se piensa en el norte termina aplicándose en el sur, y no siempre de la mejor manera.
Los eventos de Chile del año pasado tuvieron mucho que ver con la reacción de la población ante lo que percibió como un abuso de poder por parte de determinados grupos económicos. Con el tiempo se hizo evidente que durante años los derechos de los consumidores habían sido abusados ante la mirada indiferente de los reguladores y las otras autoridades que, en lugar de defender la libre competencia, terminaron capturados por quienes debían regular y controlar.
Nuestro país no está exento de este problema. Recorriendo un supermercado podemos rápidamente observar que algunos productos de primera necesidad tienen precios cuatro o cinco veces superiores a los que se consiguen en supermercados en los países vecinos. En muchos casos se trata de productos importados en los que la diferencia de precios resulta muy difícil de explicar aduciendo los impuestos de importación o los costos de transporte. El problema no radica necesariamente en los supermercados donde por ahora existe competencia. ¿Qué es lo que está ocurriendo entonces? ¿Qué hacen al respecto las dependencias estatales responsables de asegurar la libre competencia?
Los preocupados por la macroeconomía podrán encontrar en este problema un instrumento muy válido –además de necesario- para bajar la inflación sin tener que recurrir a restricciones fiscales o monetarias. Es verdad que Friedman nos rezongaría desde su olimpo recordándonos que la inflación es un fenómeno monetario. Pero ya antes Keynes nos había advertido sobre el peligro de los tomadores de decisiones que quedan rehenes de las ideas de algún economista muerto.
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