Roma no quería reyes. Los padres de la patria lo habían dejado claro al expulsar al último monarca de la ciudad del Tíber, Tarquino el Soberbio, en 509 a. C. Desde entonces, la urbe fue gobernada por el Senado y una serie de magistrados a cargo de las labores ejecutivas. Los cónsules, de renovación anual, estaban a la cabeza de estos. Pero la República, como sistema político, resultó eficiente mientras Roma fue un espacio más o menos controlable. El engranaje empezó a trabarse a medida que las anexiones territoriales complicaron la administración del Estado.
La República estaba desfasada respecto a sus nuevas responsabilidades. Su ejército ya no podía sostenerse a hombros de campesinos que abandonaran el arado por las armas a la llamada de la patria. Casi los únicos beneficiarios de la Roma colosal eran los órdenes que lideraban la sociedad: el senatorial, formado por los patricios, dueños de los asuntos públicos; y el ecuestre, compuesto por los équites (caballeros), que ostentaban el poder económico. Pero también estos órdenes estaban enfrentados. Los primeros ocupaban magistraturas para enriquecerse. Los intereses de los caballeros se oponían a la voracidad pecuniaria de los patricios. El conflicto se extendía a la categoría de ciudadano. No era lo mismo ser un habitante de Roma que uno del resto de la península o de las provincias. Así, los problemas políticos y sociales caracterizaron la República tardía. Muchos campesinos, pequeños propietarios, se habían arruinado y habían ido a Roma a engrosar la plebe. No tenían ocupación, por lo que estaban dispuestos a ponerse al servicio de los ambiciosos.
En el terreno político, el enfrentamiento estaba representado por un lado por los optimates, conservadores, que buscaban continuar gobernando Roma de modo oligárquico como si acabaran de echar a Tarquino. Los adversarios de los optimates eran los populares, partidarios de una República con mayor injerencia de la plebe para asegurar la paz interna y el funcionamiento fluido del Estado. En la guerra civil que enfrentó al popular Mario y al optimate Sila a principios del siglo I a. C., ambos apoyaron sus causas en el ejército, fundamentando su autoridad en la fuerza.
Julián Elliot,¿Por qué cayó la República romana?, La Vanguardia, España
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