La pandemia ha llevado al extremo el vaciamiento de los estadios de fútbol en casi todo el mundo. Lo mismo podría decirse de otros deportes, pero vamos a centrarnos en el más popular de nuestro país, que obviamente es el fútbol.
En realidad, el alejamiento de la gente y sobre todo de las familias de las tribunas ha sido una lamentable tendencia en los últimos años en Uruguay. Las causas son diversas. Fundamentalmente tiene que ver con la amenaza de violencia que se percibe en los alrededores de las canchas y de las propias gradas. También la caída del nivel futbolístico, con estrellas que se van muy jóvenes y no llegan a destacar en sus clubes. Sumado a ello el avance de la televisación, que en menor medida puede afectar la taquilla.
De alguna manera nos estábamos acostumbrando a la instalación de “pulmones” en las tribunas para separar las hinchadas, a los gigantescos operativos policiales para asegurar que éstas no se crucen en varias cuadras a la redonda o a la eventual fijación de partidos en días y horarios insólitos para evitar la concurrencia. Ya se estaba recorriendo el camino de jugar algunos partidos sin público visitante y en ciertos momentos hasta a puertas cerradas.
Ni en el peor de los escenarios alguien podía imaginar que se jugaría un campeonato entero sin público. Está sucediendo ahora, aunque claro, por circunstancias ajenas a esta tendencia que se venía agudizando. Sin embargo, aun en esta realidad distópica que le toca vivir a la humanidad por la pandemia y las medidas contra las aglomeraciones, es impostergable que en el mundo del fútbol se encare con seriedad hacia dónde va este deporte y este espectáculo. Que es, por otra parte, medio económico de vida de miles de uruguayos y que cumple una función social indispensable para otros tantos miles de jóvenes, especialmente de los sectores más vulnerables.
Sin las hinchadas, sin el público, el fútbol no es el mismo, eso es evidente. Son un actor tan importante como los jugadores que están en el campo de juego.
Pero hay otra dimensión que hace a la esencia del fútbol que también se ha visto trastocada por otro fenómeno, aunque reglamentario. La instauración del video arbitraje o VAR, está destruyendo lo más sagrado que es la conexión emocional entre el juego y el hincha. El grito de gol en el último minuto, ahora se ve ahogado por la eventual revisación de la asistencia virtual.
Se pierde de vista que lo más grave no es que existan errores arbitrales en un partido, sino que se rompa esa conexión emocional. Como si en una obra de teatro o en una película alguien se encargara de recordarnos permanentemente que se trata de actores y que todo es mentira. Pero lo que no es mentira es la conexión que puede generarse entre la obra y su público, las emociones de alegría, tristeza o el asombro.
Por suerte en esto el fútbol uruguayo todavía no ha caído, producto de su rezago tecnológico que imposibilita la utilización del VAR en todas las canchas. El debate, no obstante, está abierto. Y tiene que ver también con una cuestión filosófica: la máxima justicia puede ser la máxima injusticia.
Ya no se trata solamente de la inconveniencia de la aplicación estricta de los reglamentos, algo que los árbitros saben que no pueden hacer o se desvirtuaría cualquier partido -y por eso contemplan el contexto, ponderan permanentemente las situaciones-. Se trata de aceptar los errores (que no significa por supuesto aceptar la corrupción) como algo propio del juego. Porque la justicia estará dada por una dinámica fundamental, y es que tarde o temprano, siempre hay revancha.
Procuremos entender qué nos dicen estas tendencias y pretensiones que afectan al fútbol sobre el rumbo al que nos conducen ciertos valores de esta sociedad posmoderna.
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