Por mucho que el sistema político y el sistema económico estén o lleguen a estar estrechamente interconectados, las dos cosas nunca son lo mismo y el requisito político de la democracia liberal es la difusión del poder: una difusión-dispersión capaz de proporcionar espacio y tutela a la libertad individual. La democracia liberal rechaza una economía planificada de Estado no porque la democracia burguesa haya nacido y exista para defender la propiedad privada; es principalmente porque cualquier concentración de poder – y especialmente todo el poder político junto con todo el poder económico- crea un poder avasallador contra el que el individuo carece de posibilidad de defensa.
Por lo tanto la tesis es que los súbditos se convierten en ciudadanos con derechos y voz sólo en el ámbito de estructuras políticas, económicas y sociales que fragmenten el poder concentrado (que no hay que confundir con la centralización del poder) mediante una multiplicidad de poderes intermedios que lo contrapesen. Con esa taxativa condición, incluso los ordenamientos económicos de planificación limitada, de socialismo de mercado y hasta los mixtos –en el caso de que lleguen a aplicarse realmente– son políticamente aceptables (siempre y cuando no violen la cláusula mínima de la “propiedad protectora”) en el sentido de que no constituyen una imposibilidad democrática. Si luego esos ordenamientos funcionan poco y mal a efectos económicos, en ese caso nos conviene más inclinarnos por el puro y simple mercado. Pero, decía, la pareja democracia-mercado es optimizadora; todavía no se ha demostrado, en rigor, que sea obligada y vinculante.
Giovanni Sartori, en “¿Qué es la democracia?”
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