Todo hombre es, en cierto sentido, “futurólogo”. Vivir en el espacio y en el tiempo nos lleva a pensar con frecuencia en las cosas materiales y en el futuro: en el nuestro, en el de nuestra familia, en el de nuestra nación y en el de la humanidad entera.
¿Cómo será el futuro? ¿Hacia dónde vamos? ¿Qué nos espera? ¿Podemos hacer algo para contribuir al bien común de la humanidad?
En la actualidad, se perciben fuertes vientos ideológicos que amenazan con imponer un control total sobre las vidas y las conciencias de las personas en todo el mundo. En el fondo, no es nada nuevo. Desde que Adán, al morder la manzana, “reinició” la forma de vida del hombre sobre la tierra, existe la soberbia. Y desde Caín y Abel, existe la envidia. Ambas explican la sed de algunos hombres de dominar y controlar a los demás, al extremo de quitarlos de en medio cuando resultan demasiado molestos.
Muchos imperios han procurado imponer, a lo largo de la historia, sus ideas por las armas, o por medio de cambios culturales. En todos los casos, es cierto que, por un tiempo, han tenido éxito, y que después, nada volvió a ser como antes. Pero la historia demuestra, también, que ningún imperio es para siempre. Más tarde o más temprano, la voluntad de algunos hombres libres se abre paso, y los imperios caen.
«Pero esta vez es distinto -dirá algún pesimista-: tienen toda la tecnología necesaria para quitarnos la libertad por siempre: la internet de las cosas, la inteligencia artificial, la ingeniería genética». Puede ser. Pero también es cierto que las armas de que disponían los personeros de los imperios de otros tiempos eran siempre las más modernas y desarrolladas de su época. Y que ayer, como hoy, hubo y hay opositores a los imperios, que cuentan con armas que, bien manejadas, no son muy inferiores a las de quienes tienen el control: por eso, más de una vez, David venció a Goliat.
«Pero hoy -argumentará el pesimista- los poderosos del mundo no solo controlan a los gobiernos, sino que también controlan los medios, la cultura, las universidades y la opinión pública, a través de desquiciadas ideologías negadoras de la naturaleza humana». Es cierto. Sin embargo, también es cierto que esas ideologías, son per se estériles, mientras que el futuro es de quienes tengan hijos y, sobre todo, de quienes eduquen sus almas para el bien, la belleza y la verdad, a través del deleite, del asombro y de la sabiduría.
Por mucho ruido que hagan los tontos útiles al poder de turno, por mucho que se esfuercen por imponer una cultura contraria a la ley natural, tarde o temprano, la naturaleza humana vencerá, por aquello de que “Dios perdona siempre, el hombre, a veces, pero la naturaleza no perdona nunca”. Algún día, la naturaleza se ocupará de mostrar su error a los promotores del antinatalismo, del aborto, de los “cambios” de sexo, de la automutilación, del transhumanismo, etc.
Ante esta realidad, conviene tener claro que los seres humanos somos libres: exteriormente a veces, e interiormente siempre. Un preso político, encerrado por defender ideales contrarios a los que pretende imponer un gobierno autoritario, puede ser, interiormente, más libre que sus carceleros. Y si el hombre es libre, el futuro no es inexorable, sino que depende de los actos voluntarios de cada uno. El determinismo, negador de la libertad humana, ha demostrado ser falso repetidas veces a lo largo de la historia.
Otro “detalle” que conviene recordar es que por muy loable que sea nuestra preocupación por el hambre en África, nuestro principal deber es formar las almas de nuestros hijos para el amor. La mejor forma de cambiar el mundo es formar almas de hombres y mujeres enamorados de Dios, del prójimo y de la Creación.
En el prefacio de La revolución del rastrojo, de Masanobu Fukuoka, dice Wendell Berry que «lo que -Fukuoka- teme en la ciencia moderna aplicada, es su desdén por el misterio, su complacencia en reducir la vida a lo que se conoce, y por actuar con el supuesto de que lo que no se conoce puede ser descartado sin peligro: “la naturaleza, presa del saber científico es una naturaleza que ha sido destruida; es un fantasma con esqueleto, pero sin alma”».
El desafío que tenemos por delante es restaurar el alma de la naturaleza y, sobre todo, de la naturaleza humana. Solo trabajando con ella, y no contra ella, será posible construir un futuro sensato, y llevar felicidad a las almas de muchos hombres.
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