Si acaso para algunos científicos, no hay peor cosa que las verdades reveladas, para la política lo son los lugares comunes.
Un científico que se precie de tal sabe que los paradigmas se someten a revisión, siempre en base a una sólida argumentación, a un método y una verificación. La duda es, en este sentido, fundamental para hacer ciencia. Sin embargo, en los últimos años ha proliferado una peligrosa tendencia en que ideologías utilitarias pretenden obnubilar a las personas, negando contra toda evidencia, por ejemplo, que existe vida humana desde la concepción. Anulan la duda e imponen una nueva solución.
En la política también hay una tentación muy peligrosa que es la de los lugares comunes, que se terminan convirtiendo en “espejitos de colores” e impiden lo más importante para un dirigente que es interpretar fielmente la realidad y el sentir de los pueblos. Hay por lo menos dos lugares comunes que se repiten incansablemente desde hace años: que la inversión extranjera es la base del crecimiento y que hacer tratados de libre comercio con el mundo nos llevará a un nuevo estado de desarrollo.
Los números de inversión extranjera directa durante los gobiernos del Frente Amplio fueron extraordinariamente altos y Uruguay logró el grado inversor más alto de su historia. No obstante, la pobreza endémica, la precariedad laboral y el despoblamiento siguieron su marcha, con el consiguiente aumento de la violencia, la inseguridad y de las prestaciones del Mides ante el tendal de descartados. La última gran inversión, UPM2, significó un contrato de escándalo para el país, sin contar los juicios internacionales multimillonarios que tuvo y tiene el estado con tantas otras. ¿No hay ninguna crítica sobre esto?
Por otro lado, se sigue insistiendo en el famoso tren de los TLC que habría perdido Uruguay. El espejo que siempre se puso fue el de Chile, aunque desde el estallido social de 2019 ya no es ni será el mismo país y sin embargo quienes lo ponderaban no esbozan la más mínima reflexión al respecto.
Antes la mira estaba puesta sobre todo en Estados Unidos, pero ahora los economistas enfocan a China, nuestro principal socio comercial. Las dos potencias encabezan la lista de países que aplican medidas no arancelarias en OMC y con ambos tenemos una abismal asimetría, pero esto ni siquiera parece ser tomado en cuenta.
Como si los TLC y la eliminación de aranceles en algunos productos solucionara mágicamente el problema nacional de fondo de los elevados costos de producción y la falta de infraestructura, por no mencionar la crisis de la educación y la pérdida de la cultura del trabajo.
Cuando el senador Guillermo Domenech se refirió en una entrevista a derribar los “mitos” de la inversión extranjera y del libre comercio es claro que apuntaba a estos lugares comunes que no permiten encarar esos mismos caminos con seriedad, analizando los impactos como corresponde.
En una columna publicada recientemente en el diario El País, Nicolás Santo señala que “es momento de mirar más allá de las obviedades y de pensar en formas de multiplicar el comercio con China que no dependan de un TLC y dejar de utilizar su ausencia como excusa para hacer siempre lo mismo”. La correcta observación del articulista también es válida para otros países y regiones. Porque efectivamente la idealización de los TLC oculta la amarga realidad de que es insuficiente el esfuerzo que se hace por crear nuevos espacios de intercambio y creación de valor.
Derribar los mitos es lo primero para encarar con seriedad el modelo de desarrollo nacional, las opciones para la integración regional y el camino de los tratados de libre comercio.
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