Algún improvisado político, con la machaconería que lo caracteriza, se asomó en los últimos días para criticar las propuestas realizadas desde varias tiendas políticas, que más allá de sus variantes apuntan al mismo objetivo: flexibilizar la política fiscal para preservar lo máximo posible al tejido productivo.
Este señor confunde, desafortunadamente, dos conceptos muy diferentes. Una cosa es una política fiscal más laxa, otra cosa es derrochar recursos públicos. Lo primero es la receta macroeconómica recomendada a lo largo y ancho del planeta para hacer frente a la situación actual. Lo segundo es una práctica deleznable en todo momento y en todo lugar, estemos en recesión o en expansión. Es simplemente un insulto a los ciudadanos-contribuyentes. Quizás su desorientación en estos temas sea producto de esa visión distorsionada que traen a la política los que han ingresado a ella de arriba hacia abajo y no al revés, como es el camino natural.
Aquellos que tienden a ver todo desde su torre de marfil también tienden a concebir a la economía de manera análoga, como si todo dependiera de la macro, olvidando la micro. Y olvidar la micro es olvidar la empresa, error en el que incurre este recurrente actor político. Porque sin empresas que combinen capital, trabajo y tecnología, no hay producción. Y sin producción no hay recaudación de impuestos que sustente un Estado que los macroeconomistas puedan luego regular con sus perillas. La inversa –infelizmente- no funciona, ya que no existe combinación de instrumentos macroeconómicos que pueda recrear la función de un empresario, sea este el dueño de un bar, un productor agropecuario o un industrial.
Esa visión miope de la economía no permite que algunos aprecien que la empresa, así como la familia, está fuera del ámbito del mercado. La empresa acude a los mercados a vender sus productos y a adquirir sus insumos. Pero para el activo más importante de la empresa, que son sus trabajadores, no existe mercado. En consecuencia, el valor más importante de la unidad empresarial es la relación entre el empresario y los trabajadores, una suerte de energía nuclear empresarial; vínculo que una vez roto es muy difícil de recomponer. No en vano, los eternos defensores del “cuanto peor, mejor” apuntaron siempre a romper este vínculo casi sagrado.
El pedido de una mayor flexibilidad fiscal no puede verse de forma simplista como un reclamo para aumentar el gasto y seguir con el derroche anterior. Se trata de que el Estado haga un sacrificio fiscal que permita oxigenar a las empresas y evitar que se sigan muriendo. Se trata de ofrecer un alivio fiscal, no de aumentar el gasto, no muy diferente a lo que hizo Ronald Reagan para sacar a EE. UU. de la recesión. Quizás con nombres en inglés se pueda comprender mejor el concepto y hasta hacer más creíble el argumento. De lo contrario, terminaremos en un mundo deshumanizado como el descrito por Aldus Huxley, comiendo carne sintética y recibiendo un salario universal financiado por alguna ONG controlada por la progenie de Bill Gates.
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