En estos últimos días, la prensa escrita y televisiva ha dado difusión a un hecho muy rechazable en la ciudad de Minas, que tiene como protagonista a un miembro de la Iglesia católica. No conocemos en detalle esta situación, por lo tanto, no nos internaremos en este específico y delicado problema.
Nuestra reflexión va más a lo general, a tratar de profundizar estos acontecimientos en orden a nuestra pertenencia eclesial y por el imperativo espiritual a que nos llama nuestro amor por la Iglesia católica, a quien consideramos la depositaria de la verdad de Jesucristo, para nosotros el Dios salvador de la historia.
En estos últimos años, la Iglesia, en muchos países, se ha visto sacudida y convulsionada por los reprobables escándalos de abuso sexual. El papa Francisco ha sido muy claro. Hay católicos que enmascaran sus miserias con los antifaces de la virtud. Agobiados por su mundanidad espiritual pierden sensibilidad humana. (Ver discurso del papa Francisco a los cardenales en diciembre de 2014).
Todos caminamos en la vida con una carencia que nos duele, que nos mortifica, y que muchas veces puede ser muy penosa. Nuestra verdad de hombres se resuelve en cómo administramos ese límite para bien de los demás, y no para perjuicio de los demás. No son las virtudes las que solo hacen digno a una persona, sino, sobre todo, cómo maneja los repliegues más íntimos de una personalidad indigente. El papa Francisco dice que la Iglesia debe ser un hospital de campaña. Una Iglesia samaritana que sale a los bordes de los caminos a recoger a aquellos desventurados que sufren soledad, despojos y enfermedades.
Pero esa Iglesia debe también mirar hacia adentro, hacia otro tipo de desventura: aquellos miembros que han profanado lo sagrado. Decía el escritor George Bernanos que la inocencia se concentraba en los niños, los santos y los poetas. A la inocencia se la debe proteger, no exponerla a los caprichos de deseos trastornados. No hay pecado mayor que cuando se ha vulnerado la confianza de un inocente. No hay peor corrupción que aquella que ha degradado lo sagrado. Cada niño es sagrado.
Una sociedad, una comunidad, se mide en sus valores cuando tiene una política de defensa y amparo de los más débiles y desprotegidos. Entre ellos, en los primeros lugares: los niños. Cuando se vulnera la inocencia de un niño se producen profundas grietas de dolor y el escepticismo vital anida en las conciencias de las víctimas. Sin embargo, frente a tanto dolor puede haber otra mirada de esperanza.
En la relación de dos polos: lo inocente y lo misterioso-sagrado, cuando se potencian mutuamente en dignidad de vida, el fruto es maravilloso. En la Iglesia católica hay muchos ejemplos. En Uruguay la obra de las Hermanas de la Congregación de la Madre Teresa de Calcuta, la obra de Don Orione, la labor constante del P. Mateo Méndez, el trabajo del P. Verde (el Gordo Verde), y el recuerdo del inconmensurable amor redentor y promotor del Padre Cacho (ese Cacho de Dios, como dice uno de sus biógrafos). Estas son perlas resplandecientes, entre otras múltiples expresiones de compromiso.
Elbio López
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