En medio de un paisaje de suaves colinas, surcado por cursos de agua que hacen de espejos, abriéndose paso entre varias especies de árboles y de animales, se despliega un vasto espacio dedicado al arte en todas sus expresiones. Desde la Fundación, situada en Manantiales, el reconocido escultor Pablo Atchugarry está plasmando el sueño propio y el de muchos otros artistas, desde los recién iniciados hasta los más consagrados a nivel internacional. Mientras da las últimas instrucciones para cortar una roca de mármol que pronto servirá para ejecutar uno de sus diseños, el escultor hace una pausa en su rutina diaria, la de toda una vida, para atender a La Mañana y conversar sobre los misterios de esa esforzada e indomable pasión.
Sus padres eran amantes del arte y le inculcaron ese gusto desde niño. ¿De qué manera lo hicieron?
Todo fue muy natural, porque mi padre, que trabajaba en una empresa constructora, los sábados se dedicaba al arte y para nosotros era el día más lindo. Me acuerdo que mi madre recitaba, leíamos textos de autores, mientras él pintaba haciendo unos enchastres de color por todos lados. Pintaba en el cuarto, o sea, no tenía un taller básicamente. Entonces, yo utilizaba en papel y cartón los colores que él estaba usando para sus cuadros.
Hay en ese primer contacto con el arte un aspecto lúdico…
Sí, lúdico, justamente. Me acuerdo que en la escuela mi padre iba a hablar con las maestras y les pedía de no coartar esa libertad que yo tenía. Él protegió mucho mi creatividad y que pudiera hacer las cosas que quería sin un juicio de valor. ¿Por qué no pueden volar las vacas? ¿Por qué no pueden tener alas? Todo eso es la imaginación de un niño. Y después hay artistas como Chagall que sus personajes vuelan.
El sistema de enseñanza ha ido incorporando la formación artística en los últimos años, incluso hay un bachillerato artístico establecido. ¿Cómo ha visto ese proceso?
En aquella época -yo soy del año 54, o sea, que la escolaridad la terminé en el 66- eran años donde nadie vivía del arte en el Uruguay y esa carrera no estaba considerada. Años después yo decía “soy pintor” y me decían “¿pintor y qué más?”. Luego, con el bachillerato artístico, por lo menos, quedó abierto un espiral, en que los jóvenes puedan ya canalizarse hacia un campo creativo.
Evidentemente, el mercado del arte es muy difícil y muy selectivo, y hay que ir hacia mercados internacionales que tengan otra fuerza, otro consumo de arte que, quizá, el mercado nacional no lo puede dar. Es una carrera muy difícil, tratar de ser profesionista de esto. Pero siempre hubo artistas a los que, de repente, les costó vivir y vender sus cuadros, pienso en María Freire, José Pedro Costigliolo y tantos otros, y sin embargo han dejado un patrimonio de obras extraordinario.
¿Cuál fue su primera escuela artística?
Diría que fui descubriendo artistas, a Pablo Picasso, que me influenció mucho. Después la obra precolombina, las venus prehistóricas, las culturas mesoamericanas, todo lo que era ancestral, el arte tribal africano, que a su vez influyó a Picasso como los mayas a Henry Moore, por ejemplo. Todo está muy relacionado. Esos fueron los primeros pasos.
¿Pero usted se definiría como un renacentista?
En esos primeros pasos no, yo estaba todavía muy lejos de lo que fue la obra de ese gigante, Miguel Ángel, que fue otro descubrimiento que hice cuando viajé a Italia. Fue otra etapa de conocimiento y de inspiración. Ahí sí se transforma Miguel Ángel en el artista que más me puede haber influenciado, aunque la obra sea completamente diferente.
Su primera escultura “El caballo”, fue realizada en cemento, en 1971. Ese fue el primero de los materiales que trabajó, antes que el hierro, la madera y el mármol. ¿A qué se debió?
Lo que pasa es que mi padre trabajaba en una empresa constructora y el cemento era de casa. Me acuerdo cuando era chico que todos los niños hacemos castillos de arena en la playa y yo empecé a hacer en el fondo de la casa obras de arena y portland, experimentar con el tiempo de fraguado, etcétera. Cuando tuve que hacer algo en la tercera dimensión, utilicé esos materiales porque era lo que conocía.
¿Por qué un caballo? ¿Tiene que ver con alguna vinculación con el campo?
Muy linda pregunta, nunca me la hicieron. La verdad es que el caballo era mi animal preferido. Yo era muy bichero de chico, íbamos a la feria Yaro, traíamos palomas, gallinas, patos, conejos. Nosotros también hacíamos las vacaciones en Colonia Suiza con los paseos a caballo. Aprendí a tener un encuentro con el campo. Después tuvimos un caballo y cuando estaba la Rural del Prado yo sentía gran atracción. Me acuerdo que en aquella época estaba el “Paleta Quemada”, que era un caballo indomable. Entonces, estando en la figuración, que en ese momento era lo que predominaba en mi arte, surge hacer ese homenaje al caballo.
Luego descubrió el mármol, convirtiéndose en el material predilecto. ¿Existían antecedentes de trabajo artístico en mármol en Uruguay? ¿O fue ya en Italia?
Hubo artesanos que vinieron de Italia para la construcción del Palacio Legislativo y que después quedaron en Uruguay. Tal vez dejaron un poco de descendencia en el trabajo en el mármol, pero sobre todo después se fue hacia el trabajo industrial del mármol, de la construcción o hacia la funeraria con lápidas y demás. Yo no sentí esa influencia en el Uruguay.
Yo fui a la escuela nº 14, José de San Martín, en el Prado y un día me toca hablar, con 12 años, del mármol de Carrara y del lago de Como. Entonces mi padre encontró en el consulado italiano un folleto. Pensar que hoy vivo allí y trabajo con ese mármol. No sé cómo llamarlo, pero hay algo de destino.
Empiezo a ir a Europa en el año 77. Voy y vengo. Me fui como pintor y volví como escultor. Empiezo a conocer la obra de Miguel Ángel, siguiendo todas las obras donde están. Después la obra de Gian Lorenzo Bernini y artistas modernos como Constantin Brancusi o Llorenc Gianard, todos de alguna manera habían dejado una señal de su obra en el mármol. Empecé a sentir la necesidad de experimentar con el mármol. Me fui a Carrara y ahí empecé a realizar la primera obra.
¿Cómo era ese taller? ¿Con artistas de todo el mundo? ¿Era el único latinoamericano en ese momento?
Hay muchos artistas que van a Carrara, donde se hacían obras para otros artistas. Había gente de todo el mundo. Alquilé un pedacito en un galpón, que estaba uno cerca de otro. Yo era el único latinoamericano. Pero en esa comunidad cada uno estaba pensando en su proyecto, en sus cosas. No había mucho tiempo de interactuar.
¿Qué se necesita para ser un escultor y, sobre todo, trabajar el mármol? Uno imagina, por ejemplo, mucha paciencia y dedicación, dado que se trata de proyectos que llevan varios años, en algunos casos.
Lo primero que se requiere es mucho amor y mucha paciencia. Cuando uno ama tanto una cosa, le dedica toda su vida. Es un aprendizaje que lleva su tiempo, según el grado de perfección que uno logre en el trabajo con esa materia. También se aprende del ensayo y error. No es una escuela que se basa en la teoría, sino en la práctica. En el caso del mármol además no se puede volver atrás sobre lo hecho.
En el proceso de creación de la obra hay varias etapas e intervienen muchas personas, aun cuando en el imaginario está el artista solitario frente a la pieza. ¿Cómo es ese proceso?
Ya desde ir a elegir el bloque en la cantera, donde está lleno de máquinas, de gente para moverlo, cortarlo y extraerlo de la cantera. Hay todo un trabajo coral. Después ese bloque se lleva un depósito en el centro de Carrara y ahí interviene el artista eligiendo. Hasta que después ese bloque viene a mi taller en Italia, o incluso aquí en Uruguay. Cuando llega, aunque sea una pequeña dimensión, la densidad y el peso del mármol es alto, 2800 kilos en un metro cúbico. Yo tengo un taller con cinco personas que me ayudan en la terminación de las obras y en el empaquetamiento. Luego, cuando uno va a realizar una exposición hay toda una logística, el montaje.
Cuando encara una obra tiene un proyecto inicial, pero también deja espacio para lo espontáneo y la improvisación. ¿Cómo es esa dinámica?
Hay una proyección básica. Antiguamente hacía los dibujos en papel en dos dimensiones y luego iba con ese papel a buscar el bloque que se pareciera. Después me di cuenta que estaba haciendo el camino equivocado, un camino inverso. Ahora, primero busco el bloque, y luego hago el dibujo sobre él. Y ese dibujo cambia, cambia en el recorrido durante la realización, y la obra que tengo en mente va cambiando también.
Desde el lugar donde estamos ahora, en la fundación puede apreciarse la capilla donde está situada La Pietá, una de sus esculturas más conocidas. ¿Qué lo determinó a hacerla y a construir una capilla aquí?
Conociendo la obra de Miguel Ángel que realizó cuatro “piedades”, tres de ellas seguras y una atribuida en el municipio italiano de Palestrina. Fue una temática recurrente en la obra de él. Cuando iba a Carrara yo ya sentía la presencia de Miguel Ángel, la presencia de Dios en esas montañas que son como invocaciones. Llegó un momento en que quise hacer esa temática y un amigo sacerdote en Italia encontró los medios, un mecenas, hasta que al final yo realizo esa obra en los años 82 y 83. Estuvo expuesta en Italia, y en un determinado momento, le digo a este amigo sacerdote, Don Marino, qué le parece si la llevo para Uruguay. Me dijo “bueno, llevala, pero hacele una capilla”. Ahí surge la idea de rodear la obra y se la encargo a un amigo, el arquitecto Leonardo Nogués, que hace ese proyecto, muy austera, muy despojada.
¿Cuál fue la idea original del emplazamiento de este espacio de la Fundación Atchugarry?
La idea original es venir a pasar tiempo en Uruguay. Hace más de 40 años que vivo en Italia y empiezo a pensar que sería lindo pasar más tiempo acá, a pasar tiempo, pero haciendo cosas que queden como legado para mi país. Empieza un lugar para exposiciones, luego un anfiteatro, luego un auditorio, y así empezaron a poblarse de edificios y de parque de esculturas. La primera obra la hace Miguel Battegazzore. Pensando siempre en esa coralidad y en dejar un patrimonio.
Aquí se realiza, cada dos años, una Bienal Nacional de Jóvenes y también llegan permanentemente estudiantes de escuelas y liceos de todo el país, en especial de escuelas rurales. ¿Qué repercusiones genera?
Tratamos de difundir la creatividad y la experiencia a todos los niveles de la educación. Es muy lindo ese encuentro de la bienal. El encuentro de los jóvenes creadores es específico para los liceos artísticos de todo el país, a los que vienen el estudiante y el profesor. Se hace como una comunidad donde se encuentran con otros jóvenes que también hayan elegido esa formación. Toda la fundación se pone a su disposición, durante tres días hacen trabajos que después exponemos en la fundación y luego se les restituye. Es una experiencia total.
Por otra parte, está el acercamiento de las escuelitas rurales. Recuerdo que un niño después de hacer una visita en el parque y en la parte expositiva, pintando algunos pedacitos de mármol, a la salida me dice “Pablo, Pablo, hoy hice arte”. Entonces, eso significa que él vivió esa experiencia como algo enriquecedor, su autoestima se eleva.
Uno percibe que existe un propósito de expandir los horizontes de las personas, cómo lo imaginado se puede llevar a lo concreto. ¿Lo entiende así?
Hay esculturas de muchos autores en el parque, más de 70 esculturas de autores diferentes. Así se empieza a encontrar la diversidad como valor, aceptar que hay cosas diferentes a lo que uno piensa, a lo que uno hace. Y después está el ejemplo, reflexionar si esto lo pudo hacer una persona, por qué no lo puede hacer otra persona. Estimular los sueños, después la realidad nunca se sabe por dónde nos va a llevar. Pero que los sueños sean grandes, altos y generosos.
Uno de esos sueños que usted está concretando es el del Museo de Arte Contemporáneo Americano, ¿cómo surgió esta iniciativa?
El proceso empezó por un encuentro con un amigo artista, el gran escultor Wifredo Díaz Valdez, un hombre nacido en Treinta y Tres. Estaba preocupado por dónde iba a quedar su obra, algo recurrente de muchos artistas. Le dije que no se preocupe, que yo iba a hacer un museo. Con esa toma de posiciones y una dada de manos, porque para mí la palabra es fundamental, empecé con ese sueño. Hacer un museo donde haya obras de artistas uruguayos, después empezó a crecer como latinoamericano, y luego todas las Américas. Dentro de ese proyecto hay también una fundación en Miami, con exposiciones de artistas uruguayos.
De las particularidades de la construcción está la utilización de madera uruguaya, procesada en Francia y vuelta a traer. ¿Qué implica esta decisión?
Aquí en Uruguay no es tan común usar la madera y, sin embargo, nosotros estamos rodeados de madera, ¿no? También me gustaba simbólicamente que fuera algo uruguayo, que se iba fuera de fronteras, casi como a seguir un viaje de perfeccionamiento como han hecho tantos compatriotas, y luego volver. A su vez, es una madera que es muy linda y resistente, tiene la misma resistencia del roble este eucaliptus red grandis. Fue Carlos Ott, que es un genio de la arquitectura, que hizo este proyecto con todo muy bien estudiado en todas sus particularidades.
¿Qué significa en el mundo actual dedicar un espacio a la contemplación, de la naturaleza, del arte?
Creo que estos bichitos, los celulares… Yo no tengo teléfono, paso cuatro meses en Uruguay sin teléfono. Estamos bombardeados de imágenes de todo el mundo, se siente cada vez más la presencia de la globalización. Pero esas imágenes son una traducción de la realidad, aunque nosotros veamos algo filmado o una fotografía. Tenemos que volver, no digo un paso atrás porque es imposible, pero sí poderse recortar un tiempo con celulares apagados para la contemplación.
En la elección de los materiales de sus obras apunta a lo permanente, materiales que duran miles de años. Eso lleva a pensar que usted busca dejar un legado artístico y mensajes que van más allá de las modas o particularidades de cada coyuntura. ¿Va a contracorriente del mundo de lo descartable?
Sí, la elección de estos materiales duraderos e imperecederos tiene un porqué y es que para tanto esfuerzo y pasión es mejor para que ese mensaje quede en el tiempo y la obra perdure y sirva para alguien en miles de años. A mí las cosas que duran menos de 5000 años me preocupan (risas).
Con el avance de la tecnología aumentan posibilidades y nuevas técnicas, pero también aparecen robots que hacen el trabajo de ejecución de obras. ¿Cómo ve ese posible reemplazo?
Picasso hablaba que había un 10% de genialidad y 90% de trabajo, tal vez irónicamente. Pero el trabajo es la base. Si el artista no lo realiza y lo manda a hacer por un robot u otras personas, se pierde esa conexión con el interior, con ese defecto o acierto que se hace en el momento. Porque hay elecciones constantes.
Creo en la trilogía del bien, la verdad y la belleza. La verdad es la honestidad intelectual de hacer las cosas como uno entiende que debe hacerlas. La belleza en el arte contemporánea casi como que ha pasado a un segundo plano y es fundamental. Está en la naturaleza, en una planta, un atardecer.
Si tuviera que elegir alguna de sus obras por lo que significan para usted o por la satisfacción que le genera. ¿Cuál elige?
Yo digo que la obra más completa es la fundación, porque tiene arquitectura, tiene escultura, tiene paisajismo y tiene la presencia de los espectadores. Entonces, cuando un espectador viene es parte de la obra, porque la está viviendo, la está sintiendo como propia, y es infinita.
“Mi hermano Alejandro siempre buscó el camino común
sobre las diferencias”
Cerrando la charla desde el mirador de la cafetería de la Fundación, le pedimos un recuerdo sobre la figura de su hermano, Alejandro Atchugarry, el ex legislador y ex ministro de Economía, fallecido en 2017. “Alejandro fue y es una persona extraordinaria. Digo ‘es’ porque siento todavía su presencia, por más que hace cuatro años de su desaparición física”, rememora Pablo.
“Fue una persona que siempre trató de conciliar y, más allá de las diferencias, trató de buscar un camino común. Eso hizo en su trayectoria política. Es lindo saber que la gente lo recuerda todavía como una persona que supo estar en los momentos más difíciles y que supo también salir de la política. Él dejó su contribución y se volvió después para la casa. Eso no es fácil de lograr ni tampoco ser comprendido por un vasto público”, señaló.
“Cuando yo estaba en Italia vinieron mis dos hermanos, Alejandro y Marcos, a elegir este terreno donde está la Fundación. Los edificios los construyó Alejandro con la empresa y ahora son los descendientes, mis sobrinos los ingenieros Federico, Gastón, junto a Tania y Mariana, las nuevas generaciones son las que están entrando a ser parte de este proyecto familiar”, destacó.
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