El 23 de noviembre de 1856 fallecía víctima de una epidemia en un lejano puerto del Pacífico, en el extremo norte del Perú, Manuela Saenz desde donde sobrevivía sola con sus recuerdos, a la feroz persecución de que fue objeto.
El cuerpo de quien fuera heroína de la Independencia y leal compañera de Simón Bolívar, fue arrojado a una fosa común, y toda la valiosa documentación que conservaba en su poder -que incluía desde sus febriles cartas de amor, hasta importantes textos de mucho valor para echar luz a la tramposa traición al Libertador- fue quemada. Si fue producto del nerviosismo colectivo que generan las calamidades sanitarias o no, nunca se sabrá.
Esta prolongada y ya agobiante pandemia que padece nuestro país atravesó muchas etapas. Al comienzo sentíamos un sano optimismo producto del muy bajo índice de contagios, si nos comparábamos con la Región. Luego la situación se fue más o menos emparejando con el resto del Mundo, y hoy hay quienes (las Casandras de siempre) afirman que es el país con más casos infectados en relación al número de habitantes.
Lo que sí no se puede negar es la diligencia que demostró el Gobierno, y en particular las autoridades y personal sanitario, en el eficiente manejo de la calamidad pública desde su inicio. Hoy somos de los Estados (con un 20%) que vamos más adelantados en la ofensiva de vacunación.
Es imposible evitar que se haga uso político de la desgraciada situación que nos toca vivir a todos los uruguayos, por más que todo indica que se está llegando a su fin y pronto estaría superada.
El lunes pasado tomó estado público la noticia de que en un geriátrico de la ciudad de Fray Bentos que albergaba 67 personas mayores, habían fallecido quince (al día de ayer iban tres más). Es una muy triste noticia que nos ubica en el infausto momento que está pasando nuestra humanidad.
En países como Estados Unidos, el Covid ya ha provocado la muerte de más de medio millón de personas de los cuales 180.000 decesos tuvieron lugar entre gente que vivía en residenciales. España que es una muestra de Europa, la pandemia a fines de marzo ha sumado 76.000 muertos, de los cuales casi 30.000 residían en geriátricos. Estos datos encauzados al mundo desarrollado, establecen que prácticamente el 40% de las víctimas corresponden a gente mayor confinada en residenciales.
“Morir habemos, ya lo sabemos” reza una castiza máxima castellana incorporada a la sabiduría de nuestra gente de campo. Pero asumiendo la inexorable finitud del ser humano, jamás podría operar de atenuante la avanzada edad en que sorprende la muerte a estas añosas vidas confinadas en casas para ancianos, donde hoy se ha ensañado el maldito virus.
La gente mayor de nuestra tierra, aspira a la hora de dejar este mundo, hacerlo en compañía de sus seres queridos, rodeados de sus descendientes. En esos hoteles geriátricos, a lo sumo se podrá aspirar, cuando aún se está en pie, a un distanciado saludo desde el balcón a la vereda, y cuando el “silente” visitante – al decir de Jorge Manrique- se aproxime, por razones generacionales, casi no se podrá operar el instrumento electrónico para expresar el postrer adiós. Todo un drama muy complejo en el que hay que respetar todos los matices.
El ministro Daniel Salinas, sabiendo que no iba a cosechar aplausos a Fray Bentos se hizo presente en el lugar. Ninguno está obligado a hacer más de lo que puede, pero todo hombre está obligado a poder lo que debe. Su deber como jefe de la salud era aceptar la realidad en forma descarnada y estudiar las distintas posibilidades que se plantearon a partir del 21 de marzo.
No fue a alimentar una tribuna ansiosa de culpables. Después de analizar minuciosamente toda la secuencia de lo ocurrido manifestó: “La doctora Garaza ha tenido eso que a veces tienen los médicos, de inmolarse y quedarse en el barco hasta el final…”
El geriátrico estaba calle por medio del hospital departamental, lo que permitía suministrar a los ancianos infectados todo lo que puede ofrecer un nosocomio público.
Si sabemos conservar la calma en la borrasca, podemos vivir plenamente los 60 segundos del minuto implacable, al decir de Rudyard Kipling.
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