Pensé comenzar esta nota con algo original. Escribir, por ejemplo: «Un día como hoy, pero hace doscientos años, moría Napoleón…». Pero no coinciden las fechas con la salida de La Mañana. Baste recordar que fue en mayo y en 1821. Esto fue noticia para los lectores de habla hispana el 17 de julio de 1821, cuando el medio Miscelánea de comercio, política y literatura en un pequeño espacio -tan perdido como la ínsula de Santa Elena- en la página 2, hace saber: «los papeles extranjeros que recibimos hoy anuncian que el 5 de mayo a las 6 de la tarde murió Napoleón Bonaparte en la isla de Santa Elena, después de cuarenta días de cama, de resultas de un cáncer en el estómago, según se ha descubierto por la disección de su cadáver pedida por él mismo».
La causa de la muerte ha sido puesta en entredicho. Si era correcto el diagnóstico inicial o fue envenenado con arsénico. Doscientos años más tarde los científicos parecen convalidar la enfermedad.
Lo cierto es -si damos el testimonio del conde de Las Cases- que el emperador más de una vez había expresado pensamientos como este: «la dureza de los hombres y los rigores de la naturaleza se reunieron para atormentarnos. ¿Por qué no se deshacían de mí? Unas pocas balas… hubieran bastado. ¿Son acaso [las intenciones inglesas] las de hacerme morir por el acero o por el veneno? ¡Aquí estoy, sacrificad a vuestra víctima!».
No era de estilo entre los reyes de la época asesinar a los monarcas vencidos al modo de los jacobinos y los comunistas. Por lo contrario, trataban de mantenerlos dignamente de acuerdo con su condición.
No fue ese el tratamiento que dieron los ingleses al vencido de Waterloo. En vez de alojarlo en algún lugar de la campiña inglesa, lo mandaron a Santa Elena, una isla de 122 km2, a 1800 km de Angola y 4000 km de Río de Janeiro. Un pequeño lugar en medio de la nada. El barco que lo condujo desde Plymouth demoró sesenta días en llegar.
Emmanuel de Las Cases
Entre el puñado de sus acompañantes se encontraba el conde de Las Cases, que se transformó en su confidente y biógrafo.
Las Cases escribió su Memorial de Santa Elena donde recoge sus conversaciones con el emperador. En uno de esos encuentros, afirma que Napoleón le dijo: «la verdad de la historia no será probablemente lo que sucedió, sino lo que se habrá escrito». La frase tenía que ver con un juicio sobre Robespierre. Pero su validez es universal. Y claro, también le cabe a Las Cases. Pero el conde estaba allí, a diferencia de los innúmeros historiadores que se han referido al tema y en muchos casos corregido sus versiones. Que la historia se escribe à l’usage du dauphin, no hay duda. Que el delfín puede ser uno, o como el príncipe de Maquiavelo uno o multitud, tampoco. Nos atendremos al relato de Las Cases en los breves apuntes que autoriza el espacio.
Josefina de Bauharnais
Con Josefina habían vivido en la mejor armonía sin tener, por mucho tiempo, más que un solo lecho. Esto dice: «influye notablemente en un matrimonio, asegura el crédito de la mujer, la dependencia del marido, y mantiene la intimidad y las buenas costumbres». Duró hasta que, en razón de «sus ocupaciones», Napoleón comenzó a acostarse tarde. Y Josefina, a reprocharle su hábito -tal vez por celos- y la relación comenzó a desgastarse. Un hijo, creía «le hubiera hecho feliz y asegurado la paz doméstica». El emperador pensaba que él era infértil, dado que Josefina tenía hijos de su anterior matrimonio. Pero era ella quien ya no podía tenerlos. Cosa que el emperador vino a descubrir probando otras combinaciones.
Josefina gastaba desordenadamente y siempre había discusiones en el momento de pagar cuentas. «Hasta en la isla de Elba -las islas marcaron jalones cruciales de su vida- han venido a sitiarme con cuentas de Josefina». Cuenta que un día se presentó inesperadamente en las habitaciones de Josefina, y encontró allí una señora explicando un verdadero curso de modas y vestidos.
«Mi aparición produjo extraordinario desorden en la sesión académica. Aquella señora era una célebre modista a quien yo había prohibido la entrada en palacio porque arruinaba a la emperatriz. Sin que nadie lo advirtiese di unas cuantas órdenes, y cuando la modista fue a salir la tomaron presa y se la llevaron a [la prisión de] Bicêtre. Aquello produjo un terrible escándalo en todo París. Hízose de buen tono ir a visitar a la modista y se veía siempre a la puerta de Bicêtre una larga fila de coches. Me lo comunicó la policía. -Mejor, dije. ¿Le han hecho ustedes daño? ¿Está en un calabozo? -No, señor; tiene varias habitaciones y recibe en un salón. -Pues bien, dejemos que griten; si toman esto por un acto de tiranía, mejor; será una advertencia para muchos».
Fouché fue el primero en sugerirle a Josefina el divorcio «por el bien de Francia». Cuando ella, furiosa, le comentó a su imperial marido, este se molestó con el ministro de la Policía, pero no hizo nada para sancionarlo porque coincidía con su idea.
El matrimonio tenía un vicio de forma: los había casado un sacerdote no juramentado. El cardenal Fesch intentó convalidar el acto casándolos «a puerta cerrada» es decir, sin testigos. Planteada la separación, mientras el legislativo aceptaba el divorcio civil -que inauguró el mismo que había impulsado la Ley- la Curia de París, visto que la ausencia de testigos invalidaba la ceremonia, decretó la anulación. Ello habilitó el enlace del cuarentón emperador con María Luisa de Austria, una joven de diecinueve años, en 1810. De esta unión Napoleón obtuvo su ansiado heredero: Napoleón François Joseph Charles Bonaparte.
La enfermedad
Siempre está resfriado, la cosa más leve influye en su físico, el olor a pintura, ciertas comidas, la más ligera humedad… Su cuerpo no es de hierro como se ha creído, pero sí su moral que le permite resistir las fatigas, aunque «en fraude de su físico». No cree en la medicina, ni toma remedio alguno (aunque desde 1818 lo asistió el doctor Antommarchi). «Si me excediera en la menor cosa [al comer o beber] mi estómago al instante lo arrojaría». Era muy propenso al vómito. Una simple tos podía provocárselo. Pasa veinticuatro horas sin comer, duerme poco y sin orden, pues en cuanto despierta se levanta para leer o trabajar, consigna Las Cases.
Prisionero y enfermo, seguía excitando la imaginación de enemigos y partidarios. El día anterior a la revelación de su muerte por la prensa española, El Diario constitucional de Palma informaba la intención de los griegos de pedir autorización al gobierno inglés, para proponer a Napoleón el mando de las tropas griegas a fin de restablecer el «trono de Oriente».
Fue enterrado con honores, en un ataúd de plomo metido en otros dos de caoba, con bordes de ébano, y adornos de plata en un lugar llamado Hutt’s Gate. Allí, bajo dos sauces, permanecieron sus restos durante casi veinte años. Repatriados a su nuevo alojamiento en la capilla de Saint-Jérôme, en 1861 fueron trasladados a su reposo actual bajo la cúpula de Los Inválidos.
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