La cultura es la esencia de la nacionalidad de un pueblo. En la era victoriana, cuando Gran Bretaña ejercía un indiscutido monitoreo en los usos sociales -dentro de su imperio y en naciones periféricas- se confundía cultura con los buenos modales de las clases dirigentes, lo que constituye un profundo error.
La cultura de un pueblo es el conjunto de creencias, normas de comportamiento, lenguaje, arte, tecnología, estilos de indumentarias, gastronomía, etc. Es lo que conforma la identidad de un pueblo, más allá que estos rituales se practiquen en clave de las clases de posibles -muchas veces con ribetes cursis- o en sintonía plebeya enraizados en el ADN que subyace en el fondo de la raza. Se aproxima tanto Hernández con su Martín Fierro o los versos gauchescos de Elías Regules, como los versos endecasílabos con que Juan Zorrilla de San Martín construye su Tabaré.
La segunda mitad del siglo XIX marca el auge de un colonialismo desembozado, que le daba lo mismo controlar naciones milenarias – viejos imperios- como India o China, que países divididos y confrontados en lo interno por sus rivalidades tribales, que conformaban el África sub-sahariana. Después de la Primera Guerra y sobre todo después de la Segunda, es cuando surge sobre los que carecían de unidad ancentral, el colonialismo informal, que ejerce el mismo control económico por medios más sutiles. Y aquí sí, es fundamental socavar la base cultural de los pueblos para hacerle perder su última defensa: la identidad.
Divide and Rule es el apotegma.
Los países emergentes del Reino de Indias, como el nuestro, cada vez están más expuestos a una sistemática división interna que facilite la dominación de afuera. La telaraña del colonialismo informal no para de zurcir nuevas divisiones.
Uno de esos arrietes que apuntan a confundir y a envenenar las aguas de nuestro pasado, es eso de la Nación Charrúa.
El antropólogo Daniel Vidart, (autor de numerosas obras entre los que se destacan Los pueblos prehistóricos del territorio uruguayo y El Mundo de los Charrúas) uno de los más reconocidos investigadores de nuestros ancestros étnicos anteriores a la llegada de Solís al Río de la Plata, afirmaba en un trabajo publicado en Uy press: “Debemos desterrar esa errónea afirmación de que el territorio del actual Uruguay estaba ocupado en su casi totalidad por indígenas charrúas, a los cuáles mentes afiebradas, le atribuyen un número fabuloso de hasta 100.000 habitantes…”, cuando en realidad no superaban los 2.000.
“Hoy la arqueología y la historia, afirma Vidart, han echado abajo aquel castillo de naipes. Bracco y López Mazz dos antropólogos seriamente formados, en base a documentos, han demostrado que los charrúas tenían su centro en Santa Fe desde donde incursionaban a la Banda Oriental para hacer prisioneros de toda laya para venderlos como esclavos a los mamelucos portugueses…”
“Los índices de ADN que ostenta el 30% de los pobladores rurales que habitan al norte del Río Negro, atribuido al ancestro charrúa, son las hojas secas de aquel gran árbol guaranítico que prosperó en nuestros campos luego de la liquidación, en 1767, de la empresa evangelizadora, por decisión del rey Carlos lll. A la Banda Oriental se ha demostrado que llegaron 15.000 emigrados…”
“El Río de la Plata es un crisol de cuerpos y de almas, concluye Vidart, un tubo de ensayo donde se han mezclado los ingredientes genéticos de aquella ‘raza cósmica’ postulada por el mexicano José Vasconcelos”.
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