«La década de 1820, para el caso uruguayo, continúa padeciendo vacíos historiográficos», dice la historiadora española Laura Martínez Renau. Por eso, apuntó su tesis doctoral ante la Universidad de Valencia en julio de 2019, a intentar llenarlo para que el período cisplatino sea debidamente integrado, porque es fundamental para entender el nacimiento del Estado uruguayo.
La investigadora Laura Martínez Renau asigna estas relativas ausencias historiográficas a diversas etiologías. Y es sin duda una explicación válida. Pero desde que la presencia luso-brasileña supone la derrota de Artigas hay un fuerte componente emocional -al que deberían ser inmunes los historiadores- que pesa como una losa celeste.
Aunque la derrota de Artigas no se explica por la defección de algunos de sus seguidores, sino por la inmensa desproporción de fuerzas y la connivencia porteña, doscientos años después seguimos juzgando a algunos actores de la época como traidores.
¡Ellos son, ellos son! Patria querida
No son ajenos a ese sentimiento los versos de La Leyenda Patria que siguen sonando dentro de nuestra cabeza. Es la oscuridad absoluta: «¡Lustro de maldición, lustro sombrío! Noche de esclavitud, de amargas horas». Se refiere al lapso 1820-1825, aunque la dominación luso-brasileña empezó con la toma de Montevideo en 1817 y se extendió hasta 1828.
Zorrilla describe esas sombras tenebrosas, mortuorias y se sorprende: «¡Y un pueblo alienta allí! ¡Y entre esa noche, vive en esclavitud un pueblo… y vive! ¿Y es la patria de Artigas la que vierte lágrimas de despecho…?».
En medio de las sombras aparece la esperanza: «Mirad: del Uruguay en las espumas, del Uruguay querido, brota un rayo de luz desconocido que, desgarrando el seno de las brumas, atraviesa la noche del olvido. […] Es primero un albor, luego una aurora… Luego aviva, y se eleva, y se dilata. Y, encendiendo el secreto de la niebla, en fragoroso incendio se desata…». En ese juego de luz y sombra aparecen esos «treinta y tres hombres que mi mente adora…». El resultado es conocido: nos dieron Patria.
No importa si la Declaratoria de la Independencia nos reincorporaba a las Provincias Unidas «a las que siempre perteneció por los vínculos más sagrados que el mundo conoce». Esas eran las reglas del juego en la realidad de la época.
No importa si la Constitución del 30 fue aprobada primero por argentinos y brasileños y luego jurada por los orientales. Esas eran las reglas del juego en la realidad de la época. La política es el arte de lo posible.
¿Cisplatinos?
Y si admitimos eso, ¿por qué esa dureza contra los montevideanos que se alinearon con Lecor? Artigas se iba al Paraguay, algunos de sus tenientes, muertos o presos. La resistencia contra el abrumador poderío portugués era suicida. La guerra había devastado al país. Por otra parte, la hábil política de Lecor hacia los vencidos propiciaba el acercamiento. Dentro de ese abanico estaba el enlace de los oficiales portugueses con damas de la sociedad montevideana. El propio Lecor dio un ejemplo de sacrificio, casando a sus cincuenta y un años con doña Rosa de Herrera y Basavilbaso, de dieciocho.
Los que formaron el llamado «Club del Barón», sin duda se beneficiaron de la situación. Pero eran los interlocutores válidos de Lecor. Seguramente estaban cansados de guerra y destrucción y vieron en los portugueses -o quisieron ver- una fuerza de pacificación.
Cuando en 1821, doscientos años atrás, integraron el Congreso Cisplatino, no veían otra salida. En verdad no la había. Los tres únicos disertantes: Jerónimo Pío Bianqui, Francisco Llambí y Dámaso Antonio Larrañaga dicen lo mismo. En esas condiciones un país independiente era inviable. ¿Qué opción quedaba? ¿Unirse a Buenos Aires o de nuevo a España? ¿Y con qué eficacia? ¿Bastaría la simple declaración de un puñado de hombres para que se retiraran los portugueses?
«La década de 1820, para el caso uruguayo, continúa padeciendo vacíos historiográficos», dice la historiadora española Laura Martínez Renau
Pero no entreverados
Así, la fuerza de los hechos los llevó a ser parte del Reino Unido de Portugal, Brasil y Algarve. Aunque no sin las debidas reservas: el Presbítero Larrañaga quería «un estado separado que debe unirse, conservándole sus leyes, sus fueros, sus privilegios y sus autoridades». Donde se respete «la libertad de comercio, industria y pastura; procuremos evitar todo gravamen de contribuciones».
Dentro de las condiciones de la unión no era menos importante que «todos los empleos de la provincia y cargos concejiles de ella serán conferidos a los naturales o habitantes casados, o avecindados en ella». Los orientales no estaban dispuestos a diluir «su carácter histórico-cultural ni sus prerrogativas políticas», señala Martínez Renau. Por otra parte, tenían un fuerte elemento afín como es la religión católica; hecho que debió pensar significativamente en el ánimo del P. Larrañaga.
De modo que en ocho años se juraron tres constituciones: la portuguesa, la brasileña y la del Estado Oriental. Con respecto a la brasileña, el Diario Balear en su edición del 6 de mayo de 1824, publica la confirmación de la incorporación:
«1°. El Brasil reconoce libre e independiente el Estado cisplatino, y le prestará auxilios para expulsar las tropas europeas que lo pretenden dominar.
2°. Expulsas que sean, el Estado cisplatino convocará un congreso para arreglar su administración gubernativa, así como su incorporación al Brasil.
3°. Los suplementos necesarios para esta empresa serán hechos por el banco de esta corte con aprobación del gobierno de S.M.I. con el premio de ley, para cuyo pago únicamente dará el Estado cisplatino 8 rs. anuales por cada habitante de su población, y nunca contribuirá con mayor cantidad para las precisiones del imperio, cuando extraordinarias y críticas circunstancias exigiesen sus auxilios.
4°. Esta convención servirá de preliminar a lo que queda mencionado en el art 2°., y también será extensiva a cualquier otro territorio que quiera imitar al cisplatino.
Rio de Janeiro, 9 de noviembre de 1823».
Con La Mañana del miércoles
Cuando se desató el «fragoroso incendio» de que habla Zorrilla de San Martín, muchos se unieron a la Cruzada y tienen bien ganado sus puestos en el nomenclátor ciudadano. El P. Larrañaga fue senador en 1830. Francisco Llambí, Loreto Gomensoro, Lucas Obes, Alejandro Chucarro son calles de Montevideo. Sobre Rivera no es necesario abundar. Su aporte a la Cruzada fue decisivo. Algunos, como Juan José Durán, etiquetado por Castellanos-Mena Segarra en su Nomenclatura de Montevideo, como de «lamentable figuración» también tienen la suya. Tomás García de Zúñiga que mantuvo su postura y evacuó Montevideo junto con los portugueses, debe haber conservado algún amigo, porque tiene su calle en Canelones. Nicolás Herrera -abuelo de Julio Herrera y Obes- también la tiene, aun cuando Castellanos-Mena Segarra acoten que «sus graves faltas políticas […] lo presentan como una de las figuras más controvertidas de nuestra historia».
Doscientos años después, con un cafecito y leyendo La Mañana, el juicio parece fácil. Distinto es haber estado allí. La «empatía histórica» parece ser el modo de abordar estas figuras, por el que se procura entenderlas, lo que no supone compartir o avalar sus procederes.
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