Internado hace más de dos años a causa de una dolencia que la ciencia aún no ha logrado neutralizar, falleció ayer el esclarecido jurista y lúcido hombre público, Gonzalo Aguirre Ramírez. Senador y vicepresidente de la República, fue figura clave del Partido Nacional.
Infatigable batallador por las libertades constitucionales, no bien titilaron las instituciones en aquel 9 de febrero del 73, no vaciló en mancomunar su talento jurídico y dialéctico al caudillo blanco Wilson Ferreira y juntos emprendieron el retorno a la Democracia con mística de cruzados.
Fue secretario del triunvirato que dirigía al Partido Nacional desde la clandestinidad, que integraban Dardo Ortiz, Carlos Julio Pereyra y Mario Heber. En ese período se destacó como polemista de fuste y no escamoteó oportunidad en desafiar las restricciones a la libertad de expresión. Su menudo físico escondía un gran valor que no vacilaba en ponerlo sobre la mesa sin ostentación pero con firmeza. Integró la delegación de los blancos en las negociaciones del Parque Hotel que, aunque fracasaron, significaron el principio del fin del Proceso Cívico-Militar.
Acompaño a Wilson en la frustrada travesía por el Río de la Plata en el Vapor de la Carrera que culminó en la proscripción del líder e integró la fórmula junto a Alberto Zumarán en las elecciones del 84.
Descendiente de una pléyade de ilustres abogados y periodistas, los hermanos Ramírez Álvarez, que hoy disputan destacados espacios en el nomenclator urbano, Carlos María, José Pedro, Gonzalo, que si bien no configuraron los cuadros centrales de los partidos fundacionales -Colorado y Blanco- ejercieron enorme gravitación en las ideas políticas de la segunda mitad del siglo XIX. Entre otras cosas son los fundadores del Ateneo de Montevideo.
Todos ellos graves doctores aferrados a las ideas republicanas principistas, como queriendo olvidar el perfil de su antepasado, el rústico hacendado y saladerista José Ramírez Pérez al que la historiadora Ana Ribeiro lo hace revistar entre lo leales a la corona en el proceso revolucionario rioplatense.
Este digno vástago de tan ilustre familia era poseedor de una lealtad inconmensurable con su conciencia y sus principios. “Siempre estuvo del lado incómodo de la historia”, dice en su mensaje de twitter el periodista Martín Aguirre.
Efectivamente, fue tan opositor a la dictadura como a los que buscaban impedir cicatrizar las heridas para obtener réditos políticos y lucrar con la división entre orientales.
Así como fue uno de los principales redactores de la proclama que leyó Candeau en el multitudinario acto del Obelisco, que ofició de prólogo a la restauración institucional, no vaciló en bregar para que se pusiera punto final a las violentas disensiones. Por eso apoyó la voluntad popular en la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado y defendió los dos pronunciamientos de la ciudadanía que mayoritariamente la avalaron.
En el ejercicio de la Vicepresidencia cuestionó ciertos lineamientos de la política económica en clave con el Consenso de Washington.
Con tenaz constancia cultivó desde temprana edad, una entrañable amistad con un reducido grupo de heteróclitas personas que constituyeron siempre el cerno de una vida llena de matices. Los sobrevivientes de este grupo de bohemios nunca dejaron de visitarlo, aun cuando se trasladó a su nueva morada en la Asociación Española, donde fue atendido con proverbial cariño.
En su vida privada era poseedor de una polifacetica personalidad que probablemente pasó desapercibida para muchos de sus contemporáneos. Desdeñoso con la hipocresía era lo contrario a un puritano. Le gustaba tomar copas con amigos hasta altas horas de la madrugada. Era burrero y tanguero. Fiel a su tradición familiar infaltable en las pujas hípicas de Maroñas. Entusiasta de los deportes como el basketball, integró por años la directiva del Trouville.
Su devoción por la música popular ciudadana lo hacía un adicto incondicional de Gardel. Y sentía gran afinidad por el bandoneonista Aníbal Troilo.
En ese círculo de amigos del alma, figuraba Raúl Ciruja Montero que lo visitaba semana a semana en la habitación del sanatorio. Y cuando los protocolos de la pandemia comenzaron a cercenar esa presencia física, tres veces por semana lo llamaba por teléfono para que le cantara algún tango, con preferencia de Gardel.
Así fue hasta la despedida final que lo encontró pleno de lucidez.
En los últimos años que la enfermedad iba reduciendo paulatinamente a su cuerpo, cuando nos hablaba, exhibía una tal claridad mental que nos daba pie para reafirmar nuestra convicción que el espíritu siempre se superpone al cuerpo. Y así llegamos a creer, que iba a sobrevivir muchos años más.
Pero el Covid le ganó al Parkinson.
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