El requerimiento más importante para la construcción de un orden internacional liberal es la difusión de la democracia liberal a lo largo y ancho, lo que en un principio se consideraba una tarea perfectamente factible. En Occidente se creía de forma generalizada que la política había evolucionado hasta el punto de que no existía ninguna alternativa sensata a la democracia liberal. En ese caso, sería relativamente sencillo crear un orden internacional liberal, ya que la difusión de la democracia liberal por todo el mundo encontraría poca resistencia. De hecho, la mayoría de la gente vería con buenos ojos la idea de vivir en una democracia de estilo occidental, como parecía ser el caso de Europa del Este tras el colapso del comunismo.
Sin embargo, este esfuerzo estaba condenado al fracaso desde el principio. Para empezar, nunca ha habido ni habrá un acuerdo universal sobre lo que constituye el sistema político ideal. Uno puede argumentar que la democracia liberal es la mejor forma de gobierno (yo lo haría), pero otros favorecerán invariablemente un sistema de gobierno diferente. Vale la pena recordar que durante los años 30 mucha gente en Europa prefería el comunismo o el fascismo a la democracia liberal. Se podría señalar entonces que la democracia liberal acabó triunfando sobre esos dos “ismos”. Aunque esto es cierto, la historia de los años 30 nos recuerda que la democracia liberal no es el orden preestablecido de las cosas, y que no es raro que las élites y sus públicos opten por sistemas políticos alternativos. Así, no debería sorprender que estén apareciendo democracias no liberales en Europa del Este, mientras que China y Rusia han abrazado un gobierno autoritario, Corea del Norte es una dictadura, Irán es una república islámica e Israel privilegia cada vez más su identidad judía por encima de su carácter democrático.
Esta diversidad de opiniones sobre lo que constituye el mejor sistema de gobierno se combina con el nacionalismo para hacer que el proceso de difusión de la democracia liberal por el mundo sea extremadamente difícil. El nacionalismo, después de todo, es una fuerza política notablemente poderosa que pone gran énfasis en la autodeterminación y la soberanía. Los Estados-nación, en otras palabras, no quieren que otros Estados-nación les digan cómo deben ordenar su sistema político. Por ello, tratar de imponer la democracia liberal a un Estado que prefiere una forma de gobierno alternativa casi seguramente provocará una feroz resistencia.
John J. Mearsheimer, profesor de Ciencias Políticas de la Universidad de Chicago, en “Destinado al fracaso: el ascenso y la caída del orden internacional liberal”, International Security, MIT Press, 2019
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