El tema ha estado sobre la mesa todos estos días y se ha convirtió en la parte medular de la interpelación a la ministra Arbeleche. ¿Corresponde que el Estado otorgue beneficios fiscales a determinadas empresas o proyectos? ¿Cuál es el criterio para otorgar a unos u otros? ¿Es un sistema justo o es regresivo? Son todas preguntas acerca de un sistema de exenciones, que si bien en principio parece conveniente, siembra dudas sobre la forma como se ha aplicado en la práctica.
Una respuesta simplista sería afirmar que es necesario otorgar exenciones para atraer inversiones que otra manera no aterrizarían en el país, migrando hacia otro lado. Ese fue el caso de UPM1, que tenía como alternativa real instalarse en Argentina. Con habilidad, y con un sacrificio fiscal acotado, el gobierno de la época logró que la empresa finlandesa se instalara en Uruguay. Pero el caso a favor de las exenciones para UPM2 ya no era tan claro –y no solo por la opacidad de la negociación–, ya que la empresa contaba con masa crítica en el país y evidentemente le era conveniente incrementar su escala en territorio uruguayo. Sin embargo, obtuvo beneficios que no hubiera soñado quince años antes. ¿Tuvo sentido tal sacrificio? ¿Era Argentina realmente una alternativa? Asumimos que el MEF y la OPP de la época habrán encomendado sendos estudios para evaluar hasta qué punto el sacrificio fiscal se justificaba en una mayor probabilidad de torcer la decisión a favor de nuestro país. Es lo mínimo que la ciudadanía exigiría luego de haber sacrificado miles de millones de dólares. Y dale con Sendic y su colchón…
Esto nos lleva a la siguiente pregunta. ¿Quién decide qué sectores deben recibir incentivos? ¿Cuál es el criterio? El principio básico debería ser que el Estado haga un sacrificio fiscal hoy a cambio de una mayor recaudación a futuro. Porque si no fuera de esta forma, ese sacrificio redundaría en menores servicios estatales o mayor déficit fiscal en el futuro. En esa eventualidad la inversión del Estado, lejos de mejorar el bienestar de los uruguayos, iría en sentido contrario. Seguramente también se pueden encontrar en el MEF y OPP sendos archivos justificando la rentabilidad social de todos los proyectos aprobados durante la gestión astorista-bergarista.
Evidentemente las inversiones que contribuyen a expandir la capacidad productiva del país deberían ser las más privilegiadas. La forma más simple y directa de expandir la capacidad productiva del país es aumentar la población. Sin embargo, de políticas inmigratorias no discutimos. Mientras países como Canadá invierten fondos públicos para atraer técnicos y trabajadores calificados, nosotros otorgamos exenciones fiscales para la importación de bienes de lujo y otras diversiones.
La otra alternativa es mejorar la utilización que hacemos de la tierra, un recurso naturalmente limitado. En este caso el aumento de la productividad pasa por sustituir explotaciones poco rentables por otras con mejores perspectivas, incorporando maquinaria y tecnología. En su momento tuvo mucho sentido ofrecer beneficios fiscales para la conversión de tierras de bajo Coneat a la actividad forestal, porque con esto se logró potenciar una nueva actividad que diversificó nuestra producción agropecuaria tradicional. Por el contrario, no tiene sentido que tres décadas después estos mismos incentivos sirvan para redireccionar emprendimientos lecheros o cultivos de alto rendimiento hacia la forestación, utilizando para ello las tierras más fértiles del país.
Aquí algunos se confunden –o confunden– con el argumento de las leyes del mercado. El argumento sería que, si cierra un tambo en Tarariras para convertirlo en monte de eucaliptus, esto es porque la rentabilidad de la nueva actividad es superior y hay que dejar a la mano invisible hacer su trabajo. Luego a menudo sigue una lección sobre la escuela austríaca… Pero en este caso esa superrentabilidad es atribuible en gran medida a los incentivos fiscales que tan generosamente le otorgamos a la industria celulósica, que le permite pagar más por sus insumos, entre ellos la renta de la tierra en que se plantan árboles. No nos dejemos confundir, es el Estado quien crea estas condiciones, que tienen como externalidad negativa la sustitución de actividades intensivas en mano de obra –y, por qué no, civilización– por otras más intensivas en maquinaria, promoviendo indirectamente al aumento del desempleo.
En fin, el régimen de incentivos fiscales es un tema muy delicado que amerita ser estudiado con mucho cuidado. Esto especialmente porque mediante el otorgamiento de estos beneficios el Estado está escogiendo entre sectores, algo que para el dogma neoliberal es un pecado mortal. Más razón para sorprenderse de esa muy improbable alianza entre los defensores a ultranza de los beneficios al sector forestal y los amantes de la más absoluta libertad económica. Prebisch y Friedman un solo corazón. La biblia y el calefón.
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