En 1915, sometí al juicio de la convención una nueva exposición programática, aprobada en general. Revisión reclama ya este texto, como que las causas populares deben estar, como la centinela, siempre alertas. Nada de lo que es humano puede serles indiferente, según la expresión del filósofo tres veces sabio. Extraviado, en otro concepto, el afán de innovación que en tantas y tan locas aventuras lanzó a la República en los últimos lustros. Con los intereses permanentes de una sociedad no se juega. La imitación simiesca de las actitudes ajenas, sin detenerse a examinar su sentido y adaptación, está reñida con la sensatez política. Los problemas de orden público, de aspecto y solución particularísima en cada escenario, no se rigen, como las modas, por el último figurín, tanto más alabado cuanto más extravagante.
Si para darle estatuto a un partido sirviese el hueco teoricismo, bastaría el efecto con hilvanar las docenas de quimeras, para la exportación, que adornan cualquier escaparate. Esos devaneos exóticos han sido causa de graves percances institucionales en nuestro continente y a ellos aludía seguramente el gran Bolívar cuando, ya en los orígenes, exclamaba: “Mejor tomemos el Corán que el ejemplo de los Estados Unidos”. Oponía el absurdo a la extravagancia de querer calcar la perfección democrática de los modelos en jurisdicciones tan deficientes y en tanto desamparo. La trivial emulación alrededor de quien lleva más lejos la originalidad proyectista no concilia con el positivo valer. Nadie se acuerda ya de las resonantes experiencias de un régimen, descalabrado, que alguna vez pensó, como si fuera nuestro señor, abrumándonos con su insaciable dictadura. Con llamativa etiqueta avancista las arrojó al mercado, en la esperanza de provocar los mayores desconciertos; minas echadas a la deriva para herir la quilla de los barcos indefensos.
Luis Alberto de Herrera en “Una etapa” (1923)
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