La idea de que los países pobres del mundo puedan alcanzar en un tiempo razonable el nivel de ingresos de los países ricos sin intercambio comercial y sin capital externo, es totalmente inverosímil. Si tienen que depender de sí mismos para ahorrar y financiar la inversión que necesitan, o si tienen que desarrollar por sí solos las capacidades y la tecnología que requieren, les llevaría mucho tiempo. Desde ese punto de vista, estoy totalmente de acuerdo con los partidarios de la economía abierta. Donde creo que los partidarios de la economía abierta tienen problemas –y es un aspecto en el que fallan muchos economistas orientados al mercado– es en que tienden a considerar el progreso general, olvidando el hecho de que muchos pierden en el proceso. Tienden a descartar el problema como: “Eso es solo distribución. Eso no es asunto mío. Después de todo, cualquier país que lo desee puede hacer transferencias de los que ganan a los que pierden”. Creo que razonar así es un grave error, no solo desde el punto de vista político, sino desde un punto de vista más profundo. Es un error socialmente grave. Una sociedad en la que un pequeño número de personas se enriquece mucho y un gran número de personas se empobrece mucho no está progresando realmente, aunque al sumarlo y promediarlo aparenta estar progresado rápidamente.
Los economistas que observan las maravillas del comercio y los mercados se preguntan por qué esta gente se queja tan amargamente. Lo hacen porque muchos de ellos no están participando. No basta con decir –y todo el mundo sabe que no es suficiente– que “oh, bueno, si estos países realmente quisieran redistribuir la renta podrían hacerlo”. No pueden hacerlo porque las personas que se benefician de la economía abierta –y que suelen tener el poder político– no están dispuestas a regalar nada a las personas que no se benefician. Cuando un país pobre se incorpora al mercado mundial y se beneficia de él, los que se enriquecen con el proceso se vuelven inmediatamente conservadores en el plano político, ya son los que tienen algo que proteger.
Robert M. Solow, premio Nobel de Economía, en entrevista con la Reserva Federal de Minneapolis (2002)
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