No sé si es historia real o leyenda imaginada, lo cierto es que la anécdota hace décadas que circula por el mundo:
Se dice que había una familia muy humilde que tenía una vaquita que les brindaba sustento a todos. Un maestro que paseaba por el campo de esta familia un día le dijo a uno de sus discípulos que arrojara la vaquita por el precipicio. Al poco tiempo el chico empezó a sentirse culpable por haber ejecutado la orden del maestro, ya que se dio cuenta que le había quitado a esta pobre familia el único ingreso que tenía. Cuando unos meses más tarde volvió al campo de esta familia para disculparse, se encontró con que aquellos pobres que antes vivían de la vaca habían construido una linda casa rodeada de árboles donde los niños jugaban y no salió de su asombro cuando vio un auto estacionado contra la recién estrenada cerca. El padre le dijo al joven discípulo:
—Teníamos una vaquita que nos daba leche y con la que sobrevivíamos. Pero un afortunado día la vaquita se cayó por un precipicio y se murió. En ese momento nos vimos obligados a hacer otras cosas, a desarrollar otras habilidades que nunca habíamos imaginado. De esta forma comenzamos a prosperar y así nuestra vida cambió.
Con este breve relato quiero aludir a un tema que tratan las neurociencias y que tiene gran relieve en nuestra existencia: la llamada zona de confort y la consecuente resistencia al cambio. La zona de confort remite a una situación en la cual nos sentimos cómodos y seguros, y que en general nos demanda poco esfuerzo porque suele ser una zona conocida. El problema sobreviene cuando uno se siente demasiado a sus anchas en esa zona y empieza a advertir un estancamiento, una resistencia al cambio y, por ende, al aprendizaje, a la apertura.
Aprender implica siempre un esfuerzo por incorporar a nuestro cerebro nueva información y apropiarnos de ella para poder aplicarla cuando sea necesario. Pero, por supuesto, todo lo que es nuevo para el cerebro puede ser un potencial peligro, ya que salimos de nuestra zona segura. Es por ello que aprender siempre demanda un desafío para el psiquismo, porque la tendencia natural, casi automática, es quedarse con lo “malo conocido” en lugar de “lo bueno por conocer”.
Con esto no intento decir que una mínima zona de confort no sea necesaria; lo es. Si no fuera así, si todo fuera tan líquido o volátil que deja de servirnos apenas nos acostumbramos, el ser humano viviría fatigando de cambio en cambio casi a cada segundo. Pero no confundamos: es bueno cambiar, solo que hay que saber cuándo y por qué; parte de nuestros deberes como personas, y específicamente padres o educadores, consiste en identificar cuándo es momento de cambiar algo, ya sea en nosotros, en nuestros vínculos, en la forma de enseñar o educar porque no hay duda que todos tenemos algo que podría ser mejor en alguna esfera de nuestra vida y a veces nos inmovilizamos por miedo al cambio, nos recostamos en lo conocido, en lo que presumimos que manejamos bien y lo creemos fuera de peligro.
Si, por ejemplo, fuéramos capaces de revisar los métodos de enseñanza y llevarlos hacia un enfoque más dinámico en el que el alumno sea el centro, donde el docente cumpla un rol facilitador, presentaríamos horizontes más promisorios para nuestros niños; si consideráramos que el protagonista del sistema no es el maestro, ni el director de la institución, ni las autoridades de la enseñanza ni los políticos que hacen planes, ni lo organismos internacionales que arman agendas, sino que es el sujeto aprendiente, el niño, quien tiene derecho a conocer y a crecer, los resultados serían otros y seguramente mejores.
Fuera del caso docente, en la vida diaria, la zona de confort y la resistencia al cambio es algo que por lo común ataca a todos los seres humanos cuando la personalidad se vuelve medianamente estable. Los niños tienen una inmensa facilidad para el cambio, una versatilidad y una flexibilidad de la que bastante carecemos los adultos. Por ello, considero que debemos estimular esta sed de conocimiento, de revisión crítica, de preguntar y volver a preguntar por parte de los alumnos y de a poco abandonar los esquemas que hemos recibido, porque nos confina a lo que rutinariamente conocemos. Los niños necesitan certezas, pero también inquietudes que los hagan avanzar; sus cerebros y su capacidad de asombro no son bolsas que se rellenan, sino ocasiones únicas propias de cada edad para el crecimiento y la motivación.
Que nuestra vaquita no nos limite ni a nosotros ni a nuestros niños.
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