Desde muy chiquito mi vecino “Rulito” quería ser escritor.
Era un niño que destacaba por una gran capacidad para no hacer nada, todo aquello relacionado con el esfuerzo físico no era para él, lo suyo era escribir cuentitos, o hacer dibujitos, se puede afirmar que desde que aprendió a hablar lo hacía con gran soltura y desfachatez.
Cuentan los más cercanos a su familia, que ya en la escuela, impresionó a la maestra con una redacción sobre una medalla que había ganado en un partido de futbol -que dicho sea de paso era un deporte que no practicaba, porque no le gustaba eso de correr y traspirar- escritura en la que hacía gala de sus dotes y virtudes como excelso jugador, además contaba que era el capitán del cuadro y un goleador empedernido.
Rulito, según la maestra, un claro ejemplo para entender acerca de las inteligencias múltiples, no había manera de que aprendiera a sacar bien las cuentas, ni dividir, menos multiplicar y las sumas, siempre le daban resultados de resta.
Él no leía las revistas de “Aventuras de Patoruzito” o de cualquier súper héroe:
-Tienen mucha violencia, prefiero leer “Gente” o “Para Ti” -de ahí quizás, su refinado gusto por la escritura.
En el liceo, que entró ya crecidito, porque repitió un par de años, dadas sus dificultades con la escolaridad y su flojo rendimiento matemático, era el blanco preferido de lo que ahora llaman bullying, o sea, era el destinatario preferido de burlas y ataques de parte de los grandotes de segundo año, abusadores que se mofaban de su incipiente bigotito y las características delicadas que lo adornaban.
Ya cansados de tanto acoso y maltrato, la familia lo iba cambiando de institución constantemente, pero esto le resultaba contraproducente y no lograba con ello afirmarse ni en el rendimiento y menos emocionalmente en ningún lado.
Su padrino conocido en el barrio como “el Pezuña” decidió llevarlo a vivir a Centroamérica, supuso que allí podría estudiar más tranquilo y podría obtener, tal vez en el futuro, alguna licenciatura, científica o humanística con la cual regresar orgulloso al país.
Pero tampoco encontró la paz y mucho menos el conocimiento buscado en aquellos colegios caribeños y por más que transcurrieron muchos años estudiando, no logró obtener licenciatura científica alguna.
Cuando volvió al barrio, no se quería mostrar derrotado -era muy orgulloso para eso- vino con el cuento, muy bien elaborado, de que se había licenciado, en algo científico que nadie sabía bien que era, pero las vecinas se encargaron de repartir el chisme de que el humilde que el barrio tenía un licenciado.
La cuestión es que intentó realizar alguna actividad relacionada con su especialidad, que no existía, y cuando pidió en los comercios del barrio alguna changa, no lo tomaban, porque recordaban su escasa contracción al esfuerzo y algunos, inocentes ellos, lo consideraban hipercapacitado y ni en el almacén, ni en la estación de servicio, le dieron la oportunidad “esto no es lo tuyo” -le decían- “estás para más”.
El padrino pezuña entró otra vez en escena y habló con el amigo de un primo, que a su vez tenía relación con otro fulano que tenía contactos con un jefe de comité y lo acomodaron en la función pública.
Su vida laboral no fue fácil hasta que un gurú filosófico le dijo “tienes que hacer lo que más te gusta y siempre soñaste”.
A Rulito se le llenaron los ojos de lágrimas por la emoción, pues el sabio dio en el clavo, ya sabía lo que quería hacer, la energía llenó su cuerpo, era como combustible de ANCAP circulando por sus venas y salió volando como PLUNA a comprar una lapicera.
Ahora escribe un libro… era su destino.
Escriba Rulito, escriba.