Hoy sería el hombre o la mujer olvidada. Esta frase fue acuñada por Franklin D. Roosevelt en un famoso discurso de campaña pronunciado en 1932, cuando la gran depresión estaba haciendo estragos en la economía, dejando a millones de hombres, mujeres y niños desamparados. Roosevelt no era aún presidente y quiso con su mensaje abrir un camino de esperanza a aquellos que se encontraban en la base misma de la pirámide económica y que estaban sufriendo de forma desproporcionada las consecuencias de la crisis del ´29.
Roosevelt terminó ganando esas elecciones y cambiando la historia, ya que no solo logró poner a su país en pie nuevamente, sino que lo preparó para que en un futuro próximo estuviera anímica y físicamente en condiciones de combatir y vencer en una posible Segunda Guerra Mundial. Tal fue su éxito que fue reelecto por dos períodos más, gobernando los EE. UU. hasta su muerte.
Para Roosevelt los hombres olvidados eran los individuos desamparados, aquellos que no tenían una organización a la que acudir, y que luchaban diariamente para mantener a sus familias en medio de la indiferencia del Estado y los sindicatos. Roosevelt percibía en ellos el pilar indispensable de la clase trabajadora que permitiría una recuperación económica de la mano del New Deal o “Nuevo Acuerdo”. Ese es el nombre que eligió Roosevelt para referirse al conjunto de medidas que permitieron a los Estados Unidos salir de la Gran Depresión, manteniendo los principios de respeto a las libertades individuales, la propiedad privada y el desarrollo individual.
Roosevelt tuvo la visión y la independencia de criterio para darse cuenta de que algo había que hacer y que el Estado no podía ser prescindente. Criticado tanto por progresistas como por los liberales, no permitió que lo encasillaran dentro de una fórmula económica preestablecida. Como amante de la náutica, Roosevelt sabía que navegar en mares turbulentos requería flexibilidad y rapidez para encontrar cursos alternativos.
El eje central del New Deal fue la generación de empleo y las medidas adoptadas apuntaban a reducirlo de la manera más efectiva posible. En una economía con fuerte presencia de la empresa privada, generar empleo requería hacer un esfuerzo para mantener vivas la mayor cantidad posible de empresas. No era momento para quedarse esperando que el impulso emprendedor y la mano invisible hicieran su trabajo.
La principal ayuda que necesitaban las empresas era crédito, que había desaparecido como consecuencia de la crisis bancaria. Para actuar sobre esta restricción, el New Deal creó toda una serie de instituciones que permitió que el crédito fluyera nuevamente a las empresas, cuyo único pecado era que intentaban sobrevivir a una crisis que no había sido generada por ellas.
La historia demostró años después que fue el mismo Estado con su prescindencia el que permitió que una caída bursátil y posterior corrida bancaria se transformara en una crisis sin precedentes. Confundiendo las causas del problema, el Estado aplicó medidas de restricción monetaria y crediticia que actuaron de forma pro-cíclica exacerbando el problema y produciendo quiebras generalizadas.
Décadas después, Ben Bernanke, que era el presidente de la Reserva Federal cuando se produjo la crisis del 2008, tuvo muy presente la experiencia de la crisis del ’29 para diseñar el conjunto de políticas que lograron sacar a los Estados Unidos de esta última crisis. Para explicar de forma sencilla la política que iba a aplicar y cortar la especulación y la corrida bancaria, Bernanke llegó a decir que si fuera necesario “tiraría dinero desde un helicóptero”. Bernanke, que era un estudioso de la Gran Depresión, sabía que la política a aplicar era la de inyectar crédito en la economía en el peor momento, actuando contra –cíclicamente!
Con la posibilidad que tenemos de aprender de las lecciones del pasado, queda claro que el cierre generalizado de bancos posterior al ’29 destruyó el crédito en la economía. Si bien resultaba correcto castigar con el cierre a muchas instituciones, no se podía perder de vista que el crédito debía mantenerse. Y si los bancos sobrevivientes no estaban en condiciones o no tenían voluntad de dar crédito, el Estado debía actuar.
El mecanismo de la quiebra como depurador de la economía es saludable cuando no es generalizado. Cuando sobreviene una crisis como la Gran Depresión, si no se pone un cortafuegos no queda empresa en pie. La quiebra del sector privado lleva el desempleo a niveles insostenibles, que termina por afectar la solvencia del sector público. Es verdad que el mercado resuelve muchos problemas eficientemente, pero hasta ahora no se conocen mercados que produzcan empresas. El Estado tampoco es bueno creando y gestionándolas, pero sí puede ayudar a que lo que existe se mantenga en pie, al menos hasta que aclare y se pueda distinguir mejor.
El Uruguay de hoy se encuentra en una situación económica muy difícil. La mayor parte de los indicadores están en amarillo o en rojo, pero seguimos apegados a la estampita del grado inversor, con una política económica tercerizada de hecho a Wall Street.
A un gobierno sin rumbo se le agrega un Estado un poco confundido en su rol. Es así como vemos sus inexplicables alianzas con grandes empresas que no solo nos obligan a gastar recursos públicos preciosos en su beneficio, sino que ocupan el tiempo de nuestros gobernantes de forma desproporcionada. La última perla de este collar es ver un ministerio de Trabajo convertido en agencia de empleo para la empresa privada; que por otra parte comenzó sus obras contratando una empresa Argentina.
En el momento económico que vive el país todo indicaría que los esfuerzos del gobierno deberían estar enfocados en combatir el problema del desempleo y asegurar la sobrevivencia de las unidades productivas. Lejos de ello, el gobierno recibe con indiferencia los cierres de empresas, llegando al extremo de expresar públicamente que este preocupante fenómeno formaría parte de “un proceso natural”, en un exhibicionismo impúdico de indiferencia y darwinismo nunca antes visto en el Uruguay que José Batlle y Ordóñez junto a Pedro Manini Ríos y Domingo Arena cimentaron sobre sólidas bases en los albores del siglo XX.
En medio de esta preocupante situación, resulta indignante para la ciudadanía escuchar que se dirigen recursos del Estado de forma selectiva a crear empleos públicos altamente remunerados para el círculo cercano al poder. En algunos casos incluso se llega al extremo de crear empresas artificial e innecesariamente como forma de contratar amigos. Es así que los recursos finitos del Estado se están yendo en la compra de museos, en el mantenimiento de empresas vinculadas a la dirigencia sindical y otros destinos que no tienen por objetivo generar empleo genuino y mayor producción.
Basta, por ejemplo, escuchar al ministro de Economía referirse despectivamente a los sectores arroceros y lecheros para darse cuenta que hace tiempo que este gobierno no tiene al inversor nacional como prioridad.
Lo de este gobierno se parece más a una destrucción creativa, dirigida desde lo alto por una coalición que en el mejor de los casos no sabe bien qué hacer, y en el peor de los casos nos quiere conducir a un experimento colectivista. Ya no alcanza con las buenas intenciones. Como dice el refrán, el camino al infierno está sembrado de buenas intenciones.