Hoy hace una semana que se nos fue, no solo un amigo del alma sino el integrante de una familia estrechamente vinculada a La Mañana desde sus inicios. Artigas Berrutti falleció inesperadamente en la madrugada del pasado miércoles 14 de julio a la edad de 90 años.
Con él manteníamos una fluida relación –últimamente a través de conversaciones telefónicas– y nos tomó muy de sorpresa la noticia de su partida. Abrigábamos la convicción de que, por la frescura de su mente y los antecedentes familiares de longevidad, íbamos a poder continuar disfrutando de sus sabios consejos por muchos años más.
Recordamos un reportaje radial realizado al profesor Rodolfo Tálice, poco antes de su muerte, con cien años cumplidos, donde una de las preguntas del periodista fue, ¿cuál era el secreto de la longevidad? A lo cual el esclarecido científico respondió: “En primer lugar tener antecedentes longevos en la familia, luego evitar el sedentarismo y acompañar las comidas con un vaso de vino…”.
En el caso de nuestro amigo se daban las tres condiciones. Y en lo que respecta a sus antecedentes genéticos, su abuelo Tomás y su tío Érico llegaron a los 106 años, conservando hasta el final una sorprendente claridad de conciencia.
Artigas pertenecía a una tradicional familia afincada en el departamento de Rivera, que por sus vinculaciones con los protagonistas de nuestra independencia, podríamos calificar que integra la nómina de nuestro patriciado. El primer Berrutti, oriundo de Cerdeña, llegó a Montevideo allá por el año 1801 y se llamaba Miguel. Siendo un hombre de acción, pronto lo descubrió el general Manuel Oribe, que si bien al principio lo destinó al cuidado de sus caballos, al poco tiempo le encomendó tareas militares.
Se casó con Ventura Estéves, con la cual tuvo varios hijos, entre los cuales el longevo Tomás, que siendo muy joven abrazó la causa de Timoteo Aparicio, el protagonista de la “Revolución de las Lanzas”. Siguiendo instrucciones del legendario caudillo blanco o ya sea de alguno de sus lugartenientes, se trasladó a un incipiente poblado que por decreto del presidente Bernardo P. Berro se lo había bautizado como Villa Ceballos, en memoria del general español Pedro de Ceballos, llegado al Río de la Plata para hacer cumplir el Tratado de Límites de San Ildefonso. Al poco tiempo, el jefe político de Tacuarembó (el departamento de Rivera aún no existía), Carlos Reyles, lo rebautizó con el nombre de Villa Rivera, en honor de Bernabé, el sobrino de Fructuoso Rivera, muerto en Yacare Cururú guerreando con los charrúas.
Miguel, junto a su hijo, se radicaron en forma definitiva en ese caserío de trescientos y pico de almas. Tomás, de espíritu inquieto y emprendedor, llegó a adquirir una estancia en territorio de Brasil. A sus 40 años se casó con Elcira, una chica de 16, perteneciente a la tradicional familia brasileña de los Corsini, que vivían en las cercanías de su campo en el paraje Tres Vendas.
De los numerosos hijos nacidos de esta unión, hoy evocamos a tres de ellos, llamados a hacer historia en esa villa que se transformó en ciudad y que su zona de influencia -su hinterland– abarcó territorios que pertenecen ya sea a Uruguay o a Brasil.
En ningún punto fronterizo de nuestro territorio están tan integrados los dos países, y no es solo por la ausencia de accidentes geográficos que desdibuja la separación de las ciudades de Rivera y Santa do Livramento, sino que por encima de todo sobre vuela un factor humano de fraternidad uruguaya- brasileña. Una mueca irónica del destino, al fraudulento tratado de límites, que firmó Andrés Lamas con el Imperio de Brasil en 1851.
A mi memoria acuden recuerdos -de esos que jamás se borran- de mi infancia. La familia de mi madre era oriunda de Rivera. Y con nosotros vivía una tía soltera, Berta Marquez, que tenía el don de hacer amena las coloridas narraciones de una realidad que parecía haber sido colapsada por Masoller y la muerte en combate del general Aparicio Saravia, su padrino. Ese mundo que se congelaba en el tiempo en un episodio bélico, encendía mi imaginación y se asemejaba mucho al que pasado los años redescubrí en mis lecturas de William Faulkner y su imaginaria ciudad de Jefferson.
Esa canción de cuna que recibí de niño me permitió comprender cabalmente a la familia Berrutti.
Érico fue Prefeito (intendente) del Municipio de Dom Pedrito estado de Río Grande del Sur; Mario, intendente de Rivera en 1945 luego cónsul uruguayo en Valparaiso, Chile; y Plinio, el padre de Artigas, jefe de Policía de Rivera, que siendo al igual que la mayoría sus hermanos, activo militante del Partido Colorado, fue designado jefe político del departamento, como le gustaba a él denominar su cargo, a partir del año 1959, fecha de la llegada al gobierno de los blancos después de 93 años.
Una evocación que no puedo dejar de hacer es la de Carlos Berrutti, hermano de Artigas, fallecido hace poco más de dos años, entrañable amigo de mi padre. Lo recuerdo cuando nos visitaba en compañía de Basilio Muñoz y en alguna época con la hija de Nepomuceno Saravia. A su amor por los caballos criollos y los perros cimarrones, se unía un acendrado romanticismo por las epopeyas de los centauros que tacuara en mano ganaban las cuchillas en defensa de las auténticas libertades públicas.
En el transcurrir de las generaciones de esta compacta familia, los vínculos con personajes de nuestra historia aparentan condicionar posiciones irreconciliables. Manuel Oribe, en el comienzo, luego Timoteo Aparicio, la amistad de don Plinio con el Coronel Nemesio Escobar, la adhesión al Partido Colorado. Y dentro del mismo su vinculación con La Mañana.
A veces las posturas que en el devenir de los hombres podrían parecer como asimétricas son las actitudes más coherentes de la aventura humana, en la medida que permiten conservar la identidad con los principios.
La vida en clave política, para ser auténtica se tiene que transitar en zig-zag, como la navegación a vela.
Blancos y Colorados estuvieron separados y estuvieron juntos. Dentro de los dos grandes partidos fundacionales revistaron figuras con gran afinidad y figuras antagónicas, como sucedió con Fructuoso Rivera y los que manejaban la Guerra Grande desde dentro de los muros de Montevideo.
Artigas Berrutti nunca perdió el derrotero y en eso lo ayudó la inconmovible lealtad a la fe de sus mayores.
Imbuido de auténticos valores telúricos que vigorizaban su alma, vivió la mayor parte de su vida en el campo. Era un hombre de campo. Fiel a su palabra y con principios intangibles.
En 1954 le escribía a su novia Nelly Bernardi, como se estilaba en aquella época previo a su casamiento, “después de escuchar a Chicotazo” voy a hacer tal cosa. A esa temprana edad sintió el mensaje del Movimiento Popular Ruralista que nucleaba lo más dinámico de la clase media rural a los que se les llamaba “botudos”.
Con ella conformó una familia ejemplar que le permitió llegar a la edad madura rodeado de sus numerosos hijos, nietos y algún bisnieto. Duro golpe le significó la pérdida de su esposa que aconteció un año antes de su fallecimiento.
Hugo Manini
De un nieto y colaborador de La Mañana
¿Pero, y cómo? El Tata Artigas, un hombre del campo con una visión de la vida envidiable. Incluso a sus noventa sabía todo de nosotros, hijos, nietos, bisnietos y más, nuestras carreras, trabajos e inquietudes. Compartí y heredé del tata el gusto por la política, que junto a los valores que nos transmitió devino naturalmente en querer trabajar por el desarrollo de todos y hacer el bien.
Quizá intuyó mi vocación por el periodismo, porque me abrió las puertas al trabajo que hoy disfruto, por eso y mucho más le soy eternamente agradecido.
Pero lo que hoy elijo destacar es lo más importante que nos deja el tata, que es el enorme regalo de la familia, con nuestras diferencias y nuestras similitudes, pero que gracias a él y a la abuela Nelly aprendimos a ser uno y querernos a nuestra manera. ¡Ta luego Artigas!
Lorenzo Berrutti Cibils
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