Hoy, grandes y chicos, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, de todos los niveles sociales, vivimos en mayor o menor medida, pegados a las pantallas. Quizá no tanto los que hacen trabajos manuales, pero quien más, quien menos, todos somos esclavos del celular. Cuando lo dejamos, pasamos a la computadora, de ahí a la tablet, y de ahí al televisor… Cómo será la cosa que lo menos parecido a una pantalla es el Kindle.
No por casualidad, a los primeros Blackberry les llamaron así, pues “black berry” les llamaban a las bolas de hierro –con cadena y grillete– con que los esclavistas del siglo XIX sujetaban a sus esclavos. Después nos acostumbramos al punto de que, con frecuencia, no nos damos cuenta de la brutal dependencia que tenemos de estos aparatos. No deja de ser tragicómico que en el mundo libre, y en la era de los derechos humanos, todos seamos más o menos esclavos de la tecnología, esclavos de las pantallas, esclavos de la virtualidad. La esclavitud, que fue definitivamente abolida en el siglo XIX, hoy es libremente abrazada por millones de personas…, entre las que me incluyo.
Poco a poco nos hemos ido acostumbrando –como buenos esclavos– a mirar hacia abajo. Nos cuesta levantar la cabeza, nos cuesta mirar de frente, ¡y vaya si nos cuesta, vaya si supone un esfuerzo para los hombres de hoy, mirar las estrellas! Tanto en el sentido material, como en el sentido espiritual de la expresión, es un hecho que ya no miramos al cielo: miramos a las pantallas.
Si no miramos hacia las estrellas, difícilmente podamos conocer las constelaciones y enterarnos de su relación con los mitos griegos. ¿Cuántos niños saben, hoy en día, ubicar la Cruz del Sur? ¿Cuántos han contemplado el Cinturón de Orión? Hemos ganado en tecnología, pero hemos perdido en cultura. Hemos avanzado en medios de comunicación, pero hemos retrocedido en formas de relación con los demás, con nuestra historia, con nuestras raíces culturales: con buena parte de lo que hace que seamos quienes somos.
Es cierto que las pantallas tienen su atractivo. Y es cierto que la tecnología, desde que es un medio y no un fin, no es mala en sí misma. Si partimos de la base que un celular es una herramienta, en principio puede ser tan bueno como un cuchillo. Y los algoritmos, si se usan bien, pueden ayudarnos a adquirir cultura. Pero nadie –salvo un psicópata–, se hace adicto a un cuchillo. Sin embargo, muchas personas perfectamente normales son capaces de hacerse adictas a una aplicación, a un juego, a unas redes sociales, o a determinados contenidos de internet de dudoso beneficio. Si las viejas pantallas de los televisores en blanco y negro eran adictivas, ¡cuánto más las de los celulares inteligentes de 2021!
¿Será posible que un descendiente de aquella raza que poblaba la tierra antes del advenimiento de las pantallas, advierta que somos esclavos? ¿Habrá algún héroe capaz de declararse en rebeldía, de abandonar sus dispositivos electrónicos –al menos por unos días– y de trasladarse al medio del monte con un viejo mapa de papel por único guía? ¿Será posible que nuestro héroe tome en sus manos un viejo libro, y mientras descansa junto al fogón esperando que se ase un trozo de carne, mire las estrellas? ¿Acaso se puede comparar semejante libertad con la esclavitud a la que nos tienen sometidos las pantallas?
¿Por qué importa todo esto? Porque si bien las pantallas no van a dejar de existir –al menos por un largo tiempo- quizá debamos ser conscientes de cuánto dependemos de ellas, para tratar de reducir el tiempo que nos pasamos atados a los más diversos dispositivos electrónicos. Quizá debamos pensar más y consultar menos a Mr. Google. Quizá debamos disfrutar más de la naturaleza, la playa, el campo, el canto de los pájaros, las plantas y las flores que de los videos. Y por qué no, en la medida que se pueda, de reuniones con amigos. Quizá debamos recuperar nuestra libertad, nuestra independencia, nuestra soberanía.
Hay estudios que indican que una persona pasa en promedio, entre 3 y 4 hs. al día prendida de su celular. Alguien que empiece a usar el celular a los 10 años, se estima que pasará 9 años de su vida en la tierra, mirando el teléfono. Parece una locura, y lo es. Si queremos saber cuánto tiempo le dedicamos nosotros al celular, basta que miremos en los ajustes nuestro promedio de uso diario. Es un buen ejercicio para decidirnos de una vez por las estrellas…
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