Cuando vi el nombre de Paolo Grucci Tolomei en el listado de los Caballeros de la Orden de San Esteban me sorprendió, y a la vez, me impulsó a averiguar un poco más sobre el asunto.
Ludovico Araldi publicó en Venecia en 1722 La Italia Noble en sus ciudades y en los caballeros hijos de las mismas los cuales año a año han sido galardonados con la Cruz de San Juan y de San Esteban. El título es bien explícito y uno espera una larga lista de nombres, que la hay.
Ciudadano de Florencia, aparece Paolo Grucci Tolomei en la página 115, recibido en la Orden de San Esteban en 1591. Sobre el personaje eso es todo. En cuanto al texto de Araldi, el historiador Angelantonio Spagnoletti lo define como «un verdadero y genuino repertorio nobiliario».
Gracias a la Biblioteca Estatal de Baviera y a Mr. Google, es posible aprender algo más en Statuti, capitoli et constitutioni del Ordine de’cavalieri di St. Stephano (Florencia 1577). La Sacro Militare Ordine di Santo Stefano Papa e Martire alude al papa San Esteban, asesinado durante la persecución de Valeriano, desatada el mismo año 253 en que este emperador advino al poder.
Obtenida la dispensa papal necesaria para su creación, los Statuti comienzan: «En el nombre de Dios Altísmo. Amén. Nos, Cosimo I Medici por la gracia divina duque de Florencia… fundador y primer Gran Maestro de la Milicia de Caballeros de San Esteban, queremos y ordenamos que todos los Caballeros… deban observar Caridad, Castidad y Obediencia».
In omnia caritas
El texto de inmediato explica el porqué de esas exigencias. El que tiene caridad está en Dios y Dios está en él. El primer oficio del soldado de Jesucristo es defender el honor de Dios. Ello supone cumplir los preceptos de la Iglesia, combatir por la fe católica, observar la justicia, socorrer a los pobres, rescatar a los prisioneros en manos de los infieles y finalmente arrostrar cualquier peligro por sostener la religión cristiana, aunque sea a costa de la propia vida. Quienes, por propia voluntad y generosidad de corazón, eligieran hacer la obra del valeroso caballero, ganarán en esta mortal vida inmortal gloria y honor, y en la otra, eterna felicidad y beatitud. Los que por vileza de corazón o mala voluntad hagan lo contrario encontrarán la debida pena infamante, y en el otro mundo serán eternamente infelices.
Para que las reglas fueran conocidas se dispone que «al menos se lean en el Convento en presencia de todos los caballeros que allí se encuentren».
¿Y cómo se accedía a este duro privilegio? Todos los que desearen ser admitidos a la defensa de la fe católica y al acrecimiento de la religión cristiana lo serán devotamente. Pero deberían transformarse en hombres distintos a aquellos que eran.
Primero una confesión absoluta liberadora de manchas y pecados. Absueltos por el sacerdote podrían hacer su ceremonia de iniciación. De rodillas frente al altar y con un cirio encendido en la mano, una vez oída «atenta y devotamente la misa» el postulante humildemente solicitaría ser aceptado en la compañía de la Orden de Caballeros de San Esteban. «Yo… prometo de todo corazón a Dios Omnipotente, a la Beatísima Virgen María y a San Esteban» obedecer a mis superiores y vivir según la Regla. Se le reconocía, entonces, Soldado de Jesucristo, y vestido con el manto blanco de la orden –que no debería manchar sin perjuicio de su alma–, se le aplicaba la insignia de la cruz roja. El ritual era mucho más complejo, por cierto.
Inclusivos
Esa declarada vocación inclusiva tenía algunas limitaciones. No alcanzaba a los hijos ilegítimos, salvo que lo fueran de algún duque, príncipe, marqués… Otro impedimento apuntaba a situaciones de origen religioso o racial, las que serían objeto de una madura «deliberación» y, necesariamente, de la dispensa del Gran Maestro y por escrito. Estaban excluidos a título expreso los blasfemos, sodomitas, ladrones, traidores, sicarios, falsificadores, herejes… Además, se exigía que los postulantes fueran sanos de cuerpo y mente para soportar fatigas y tensiones, y de costumbres laudables.
Había diversos grados de caballeros. Los Militi o Soldati, a su vez divididos en commendatari y conventuali. Los primeros tenían «en acto» el beneficio de la commenda y los otros lo tenían«en potencia» aguardando sus tres años de antigüedad, y la oportunidad. Los caballeros Sacerdoti o Cappellani, ya fueren conventuali o d’ubbidienza. Y los caballeros serventi, a su vez d’Arme, o d’uffitio que no eran propiamente caballeros.
La Regla no permitía el pasaje de la clase de sacerdote a soldado. Pero si un caballero sirviente se destacaba en una acción en la lucha contra el infiel, el Gran Maestro podía elevarlo a la categoría de soldado. Porque «solo la virtud es lo que verdaderamente distingue a los hombres».
Los caballeros que no tenían una commenda recibían un salario mensual. La commenda era un beneficio eclesiástico o caballeresco vitalicio, pero no heredable y sujeto a inspecciones periódicas. Por ejemplo, una abadía con tierras anexas que estuviera vacante se le asignaba a un religioso o a un caballero que percibía sus rentas. De ahí viene el término commendatore. Además de la antigüedad en el servicio el Gran Maestro podía asignar esos beneficios de su cuota reservada.
Castidad y obediencia
La castidad suponía no conocer carnalmente otra mujer que la propia, la cual podía tomar el caballero según las normas de la Iglesia. El concubinato estaba severamente reprimido. Nadie podía tener concubinas «ni en su casa o fuera de ella». Esta infracción era penada en primera instancia con la amonestación del superior, hasta una tercera vez. Si persistiera, cuarenta días después, y fuera commendatario, sería privado de los frutos de su commenda por tres años. Y si aún no cejara, se le despojaría del hábito.
«No hay cosa más útil ni más necesaria en cualquier congregación que la obediencia», dice Cosimo. La primera desobediencia era castigada con Settena, la segunda con Quarantena y la tercera con la quita del hábito. La pena máxima era la prisión perpetua.
La Settena consistía en ayunar durante siete días corridos. Los miércoles y los viernes, a pan y agua, recibirán el disciplinamiento: de rodillas frente al altar serían golpeados en la espalda con una baqueta en manos de un sacerdote.
La Quarantena, se aplicaba a los delitos de desobediencia durante actos de guerra; entrometerse en asuntos de otros; comer en la recámara o en algún lugar prohibido sin autorización, ejercer la usura, golpear a un secular y muchas otras faltas. Cuarenta días purgaban la infracción. La disciplina se aplicaba al caballero desnudo y arrodillado, los mismos días de pan y agua.
En ese lapso no podían dejar su casa más que para acudir –obligatoriamente– a todos los oficios divinos que se celebraran.
Combatir al infiel suponía la asistencia personal al combate. No obstante, el prolijo reglamento preveía situaciones diversas. Al combatir por tierra la presencia personal podía suplirse pagando multas mensuales al Tesoro de la Orden: seis escudos los comunes y dieciocho los comendadores. Si por mar, en caso de que las galeras de la Orden no tuvieran capacidad para todos, y los excluidos no quisieran embarcar en otras galeras de la Armada: comendadores ocho escudos, comunes cuatro. Pero si había lugar en las naves de la Orden no se arreglaba con pagar la multa…
La dura disciplina y una fe inquebrantable permitió a esta Milicia participar exitosamente en hechos salientes como la defensa de Malta en 1565, la batalla de Lepanto en 1571 y en el apoyo a los venecianos contra los turcos hacia 1640.
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